Charla dada en el Instituto Terciario Padre Elizalde con motivo de la conmemoración del 9 de julio
Maximiliano Basilio Cladakis
En la idea de la
felicidad, por decirlo de otra manera, resuena inalienable la de la redención.
Con la idea de pasado, que la historia hace asunto suyo, ocurre lo mismo. El
pasado lleva en sí un secreto índice que lo remite a la redención. Pues ¿no nos
acaricia un soplo del aire que acarició a los antepasados? ¿No hay en las voces
a las que prestamos oídos un eco de las que se extinguieron antaño?
(Walter Benjamin,
Tesis acerca de la filosofía de la
historia)
Hoy nos encontramos conmemorando una fecha
fundamental en el devenir de nuestra historia como pueblo: el 9 de julio de
1816 se declaró, ni más ni menos, que la independencia de nuestro país. Los
hechos son conocidos: el congreso realizado en Tucumán, la ruptura formal con
el dominio español, el surgimiento de una nueva nación soberana, etc. Sin
embargo, además del recuerdo de los hechos, la conmemoración implica, también,
una reflexión en torno al pasado, reflexión que se encuentra comprometida con
el presente y con el futuro. Reflexionar sobre el pasado es, siempre,
reflexionar también sobre el presente y sobre el futuro. En este sentido, la reflexión acerca del 9 de julio de 1816
puede desembocar en la reflexión acerca del sentido que tiene, para nosotros,
la independencia de nuestra patria, lo que conlleva, a su vez, a reflexionar sobre
aquello que llamamos “patria”.
En el caso que nos convoca, la reflexión bien
puede tomar un camino que implique retrotraernos hacia los albores del
movimiento revolucionario que, iniciado en 1810, culminaría en nuestra
independencia. Precisamente, en ese 1810, nos encontramos con figuras
ejemplares, cuyas ideas y acciones movilizarían a los acontecimientos producidos
años después. Ideas y acciones, vale aclarar que, incluso hoy, nos siguen
movilizando e interpelando, a nosotros, pasados ya más de dos siglos. Una de
esas figuras ejemplares es, sin lugar a dudas, la de Mariano Moreno.
Jean Paul Sartre decía de Ernesto “Che”
Guevara que se trataba del hombre más completo de su tiempo. Nosotros podríamos
decir que Mariano Moreno, junto a Belgrano y otros, fueron algunos de los
“hombres más completos de su tiempo”. Abogado, periodista, intelectual,
político, la figura de Moreno encarna de manera cabal esa figura que, surgida
al calor de la Revolución Francesa, presentaba al hombre entregado, en cuerpo y
alma, a una causa; en este caso, la Revolución. Nadie dudaría en atribuirle a Mariano Moreno,
dos adjetivos fundamentales a la hora de describirle: “patriota” y
“revolucionario”. Precisamente, en el pensamiento de Moreno, ambos adjetivos se
encuentran absolutamente consubstancializados: ser patriota es ser
revolucionario y ser revolucionario es ser patriota.
Si bien los conceptos de “patria” y de
“revolución” poseen una cantidad tal de significados que los pueden volver,
como muchas veces ocurre, “significantes vacíos”, en Moreno poseen un
significado bien concreto que se corresponde a un proyecto político igual de
concreto. Este proyecto político se encuentra, en parte, constituido por las
dos grandes influencias intelectuales e históricas que atraviesan su
pensamiento y su obra: por un lado, la filosofía política francesa,
esencialmente la de Jean Jacques Rousseau; por otro, los levantamientos
insurreccionales de los pueblos originarios en los siglos previos al XIX.
En este sentido, me interesan destacar tres
elementos claves del proyecto morenista a partir de los cuales se articulan los
conceptos de “patria” y de “revolución”:
1.-
La soberanía popular: Mariano Moreno tradujo El contrato social de Rousseau. El
objetivo por el cual Moreno realiza esta traducción no se debe a un interés
meramente teórico o intelectual, sino, como él mismo lo señala en el prólogo, su
finalidad es hacer saber al pueblo los motivos que guiaban a la Revolución.
Precisamente, una de las tesis fundamentales del texto de Rousseau es que la
soberanía popular es la única fuente de legitimidad de un gobierno o sistema. A
diferencia de Hobbes, para Rousseau, el soberano no es una persona o un grupo
de personas, sino que el único soberano es el pueblo. Todo régimen que no se fundamente
en dicha soberanía es una tiranía. Para Rousseau, por lo tanto, ninguna ley ni
institución puede preceder a la soberanía popular que se expresa por medio de
la voluntad general. Aun la mejor ley, si no se funda en esta soberanía, no
tiene legitimidad.
2.- El bien común: Rousseau
sostiene que la finalidad del pacto social es el bien común. En este sentido,
los intereses particulares no pueden estar por encima del interés general,
sino, por el contrario, se deben subordinar a este. En el Plan revolucionario de operaciones, atribuido a la pluma de Moreno,
se advierte, igualmente, que la elección del interés particular contra el bien
común es uno de los principales atentados contra la Nación. En Rousseau y
Moreno nos encontramos, pues, con límites claros al liberalismo. Si el interés
particular es la base nodal del liberalismo, Rousseau y Moreno le ponen un
límite bien concreto: el bien común. Sin embargo, no se trata de anular los
intereses particulares, sino de que estos no entren en colisión con el interés
general. En cierta medida, el liberalismo debe ser un instrumento, y no más que
eso, para el bien común.
3.- La inclusión de los excluidos:
Formado en la Universidad de Chuquisaca, Moreno tuvo un contacto temprano con
las experiencias de los pueblos originarios, tanto con sus insurrecciones como
con sus padecimientos. Cabe destacar que los primeros trabajos de Moreno
estuvieron orientados a la defensa de los pueblos originarios. Llegado el
momento de la Revolución, Moreno y sus partidarios, concebían que los pueblos
originarios debían ser sujetos políticos partícipes de un Estado de derecho. En
este punto, no es difícil ver las diferencias entre el proyecto morenista y el
proyecto político-económico instaurado en la Argentina a partir de la segunda
mitad del siglo XIX, donde, bajo la egida de la irreductible oposición entre
“civilización” y “barbarie”, los pueblos originarios fueron catalogados, sin
más, de “bárbaros”, y excluidos, por tanto, de la formación del Estado Nacional.
Precisamente, en la letra original del Himno Nacional se emparenta intrínsecamente
la causa de los pueblos originarios con la causa de la Revolución. Una estrofa
de aquel Himno dice: “De los nuevos campeones los rostros/ Marte mismo parece
animar/ la grandeza se anida en sus pechos/ a su marcha todo hacen temblar/Se conmueven
del Inca las tumbas/y en sus huesos revive el ardor/lo que ve renovando a sus
hijos/de la Patria el antiguo esplendor”. Estos versos serían, luego,
cercenados del Himno Nacional, junto a otros, durante la presidencia de Julio
Argentino Roca quien, casualmente, unos años atrás, había llevado a cabo la
matanza de nativos más grandes de nuestra historia en la llamada “Conquista del
Desierto”.
Ahora bien, retomando lo dicho al comienzo
de este texto, estos tres elementos claves del proyecto político morenista nos
pueden servir para pensar el sentido de la independencia de nuestra patria, e,
incluso, el sentido mismo de “patria”. Si la patria se asocia a un proyecto
colectivo fundado en la soberanía popular, en el bien común y en la inclusión
de los excluidos, la independencia se torna como instancia absolutamente
necesaria para la realización de dicho proyecto. La subordinación y sumisión a
los intereses de una potencia extranjera, pues, inhabilitan la conformación de
una comunidad plena constituida por un proyecto colectivo propio. No se trata
de ningún tipo de chauvinismo, sino, por el contrario, de un cercenamiento real
a la hora de llevar a cabo la realización de la patria como comunidad. La
subordinación al extranjero implica la claudicación, tanto de la soberanía
popular como de la búsqueda del bien común, ya que, tanto la toma de
decisiones, como los intereses que tendrán primacía, no pasarán por la propia
comunidad, sino por los de dichas potencias.
A lo largo de nuestra historia, muchas veces
la “patria” fue comprendida como una especie de entidad metafísica que se
encontraba “más allá” de nosotros, a la que debíamos subsumirnos de manera
totalmente pasiva. Son conocidos los intentos de algunos pensadores y
escritores por encontrar una “argentinidad” pura, una especie de esencia de “lo
argentino”, que, acabada y cerrada en sí misma, dé respuesta a la imposible
pregunta acerca de “¿Qué es lo argentino?”. En este aspecto, podríamos hablar
de una “patria-fetiche” que se presentaba como algo ajeno y extraño a nosotros
mismos. Justamente, esta “patria-fetiche” ha sido, en más de una ocasión, una
forma de legitimar los crímenes más atroces. En nombre de la “patria-fetiche”,
pues, se han llevado a cabo golpes de Estado contra gobiernos fundados en la
soberanía popular para luego instalar dictaduras que no tenían más legitimidad
que la fuerza de las armas; en nombre de la “patria-fetiche”, también, se han
antepuesto intereses sectoriales y corporativos contra los intereses generales;
en nombre de la “patria-fetiche”, incluso, se han perseguido, torturado y
masacrado a miles de compatriotas.
Esta
“patria-fetiche” es lo opuesto a la comprensión de la patria como proyecto
colectivo del cual cada uno de nosotros forma parte. Pensar la patria como un proyecto
colectivo, inserto en una historia, con miras a la soberanía popular, al bien
común y a la inclusión de los excluidos nos abre la posibilidad de pensarnos a
nosotros mismos como la esencia misma de la patria. No una esencia acabada,
cerrada sobre sí misma, ni tampoco bajo el modo metafísico a partir del cual la
patria sería un universal del cual cada uno sería una encarnación particular.
Por el contrario, se trataría de pensar en una esencia que nosotros mismos
vamos construyendo, a partir de nuestras particularidades, de nuestros
esfuerzos, de nuestros compromisos con una comunidad de la cual formamos parte.
En este aspecto, “patria” no es un concepto metafísico, sino político, pero no en el sentido partidario del término, sino en el
sentido aristotélico, a partir del cual, la política significa vivir en
comunidad, lo que representa el estadio más elevado de la dignidad humana.
Si traemos al presente y actualizamos los
elementos constituyentes del proyecto político de Mariano Moreno, nos encontramos
con el hecho de que “hacer patria” puede tener un significado muy distinto al
que, tradicionalmente, se le ha dado. Si la patria es un proyecto colectivo que
tiene como máximas la soberanía popular, el bien común y la inclusión de los excluidos,
“hacer patria” tiene un sentido concreto y que está al alcance de todos
nosotros. “Hacer patria” es defender la democracia y las instituciones que la
representan y sustentan. “Hacer patria”
es no dejarnos atravesar exclusivamente por el individualismo y el egoísmo,
saber que nuestras intereses particulares son legítimos pero que, a la vez, hay
intereses generales que debemos tomar en cuenta y que, a su vez, esos intereses
generales son también, en tanto partícipes de una comunidad, nuestros propios
intereses. “Hacer patria” es comprometernos con el otro, con el más vulnerable,
con aquel que aún no goza de los derechos de los que nosotros sí gozamos, poder
ver en él un sujeto de derechos, poder ver en el más vulnerable una tarea que
nos compromete a todos nosotros en tanto él también es la patria.
Tal vez comprender de esta manera la frase
“hacer patria” suene menos épica, menos grandilocuente, menos homérica, que
aquella forma de comprensión que exigía para la patria guerreros dispuestos a
matar o morir por ella, hombre “viriles” que, espada o fusil en mano, estaban
dispuestos a sacrificar todo por la patria. Sin embargo, esta otra forma de
comprender el “hacer patria”, que involucra otra forma de comprender la
“patria”, a pesar de ser menos épica y grandilocuente, tal vez sea más humanista,
más ética, menos impiadosa y menos cruel. Y, quizás, también, se trate de una
forma que, en el fondo, sea realmente más patriótica.
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