Maximiliano
Basilio Cladakis
En la década del ´40, Jean Paul Sartre
escribe el artículo, “¿Para qué escribir?” La pregunta que sirviera de título
al texto del filósofo francés, bien puede extenderse a la finalidad de un
programa de radio “¿Para qué hablar?” “¿Para qué hacer pública una voz?” “¿Para
qué emplear un medio de comunicación, en este caso una radio?”. Las respuestas
a estas preguntas pueden ser varias: entretener, vender publicidad, deleitarnos
narcisistamente en el acto de emitir nuestras voces por un micrófono, contar
nuestras historias de vida como en los programas que pueden verse a la tarde por la televisión.
Sin embargo, la finalidad, el “para qué”, de Con las venas abiertas no es ninguna de estas. Por el contrario,
este programa nace con una idea bien clara, sin la cual no tendría razón de
ser: transformar el mundo.
“Transformar el mundo”, una frase que puede
parecer grandilocuente y que, como toda frase grandilocuente, puede parecer, y
ser, una frase vacía. Así y todo, dicha
frase, para este programa, no es ni grandilocuente ni vacía. No es
grandilocuente, porque Con las venas
abiertas se sabe inserto en un colectivo que intenta transformar el mundo,
al cual hacemos tan sólo un pequeño y humilde aporte. No es tampoco una frase
vacía, ya que, para este programa, transformar el mundo tiene un sentido
concreto y específico. En sus cursos sobre Hegel, el filósofo ruso Alexandre
Kojève sostenía que la dialéctica histórica es la dialéctica de la lucha entre
el Amo y el Esclavo. Es decir, la historia humana es movida por un conflicto
permanente entre amos y esclavos, opresores y oprimidos, explotadores y
explotados. En esa dialéctica que conforma la existencia concreta en el mundo,
se está de un lado o del otro. Con las
venas abiertas está, y estará
siempre, del lado del esclavo, del oprimido, del explotado, y el objetivo de
transformar el mundo es transformarlo en pos de estos últimos.
Con
las venas abiertas, en tanto programa de radio, sabe que existen dos
actitudes que atentan contra este objetivo. Por un lado, el optimismo ingenuo.
Por otro, el cinismo pesimista. Se trata de dos actitudes extremas que, en su
oposición, tienden a la inacción. El optimista ingenuo piensa que el mundo está
bien hecho, que el mundo va progresivamente hacia un estado universal de
felicidad y de bienestar, que la historia avanza siempre hacia mejor. El
optimista ingenuo mira con deleite cada “progreso” técnico y ve en él, un paso
hacia delante de la humanidad toda. Y, ya que el mundo “está bien hecho”, y hay
un orden que se desenvuelve racionalmente, no hace falta actuar, y, si se
actúa, tan sólo lo hará como un ingeniero que aceita un mecanismo para evitar
el error o acelerar el proceso.
El cínico pesimista parte de la premisa
contraria. Para él, el mundo está mal hecho, y, como ironiza Silvio Rodríguez,
“la gente es mala y no merece”. El pesimismo culmina en el nihilismo, un
nihilismo que conlleva a una risa escéptica que es, ante todo, una risa
conservadora. Al igual que el optimista ingenuo, el cínico pesimista no actúa
ya que, para él, actuar no sirve de nada en tanto todo está y estará mal, por
siempre jamás. El cínico pesimista se recluye en su vida personal y su único
interés, entonces, se reduce al progreso individual, perpetuando así el orden
de dominación y opresión. Cuando se le habla de un proyecto colectivo de
transformación social y política, nos mira, como con cierta piedad, esbozando
una sonrisa que es, al mismo tiempo, de compasión y de burla.
Con
las venas abiertas no incurre en ninguna de estas actitudes. A diferencia
del optimista ingenuo, partimos de la base de que el mundo está “mal hecho”. El
buen burgués, el llamado “hombre de bien” cree ciegamente en el progreso, en la
civilización, en la razón, en las matemáticas, en la ciencia y en la técnica.
Sin embargo, la civilización fue la bandera del colonialismo y en su nombre se
ejecutaron las mayores matanzas en la historia de la humanidad, el desarrollo
de las ciencias concluyeron en las bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y
Nagasaki, los trenes que traerían el progreso a las naciones son los mismos
trenes que transportaban a judíos, comunistas y homosexuales a los campos de
concentración en la Alemania nazi.
“Transformar el mundo” implica aceptar que
la historia de la humanidad es, como decía el filósofo judío-alemán Walter
Benjamin, una historia catastrófica y no progresiva, que ningún avance
científico-técnico justifica las masacres cometidas en los últimos siglos, que,
bajo el modo de producción capitalista, cada nuevo producto no viene a
satisfacer una necesidad, sino a crear una necesidad nueva. Sin embargo, “transformar el mundo” implica, también, a
diferencia del pesimismo cínico, saber que somos responsables del rumbo que
adquirirá la historia, que estamos obligados a actuar. Además, si bien la
historia de la humanidad es la historia de una gran catástrofe, hubo, hay y
habrá rupturas, momentos de rebelión en donde se vislumbra la posibilidad de
otro mundo, que hay mujeres y hombres que, entre las ruinas del mundo, supieron
ser faros guías en un universo regido por la tiranía: llámense Cristo,
Espartaco, Rosa de Luxemburgo, Che Guevara, Evita, Rodolfo Walsh, Hugo Chávez,
Néstor Kirchner. Esos hombres y esos momentos de ruptura fundan la promesa de
un mundo sin injusticias, sin explotación, sin amos ni esclavos. Y en esa
promesa emerge la esperanza como instancia disruptiva de un continuum marcado por la tiranía de lo
inhumano. Se trata de una esperanza que no es la del buen burgués, la del
optimista ingenuo que, en su optimismo, perpetua el orden de miserias, sino de
una esperanza que implica la tribulación y, también, la desesperación. Como
decía el ya mencionado Walter Benjamin: “solo por el amor a los desesperados
conservamos aún la esperanza”.
Como dijimos, Con las venas abiertas intenta ser un aporte en la transformación
del mundo en pos de los oprimidos. Para eso nuestra voz se emite por un
micrófono y, por la misma razón, y no por otra, apoyamos y somos partícipes del
Proyecto Nacional y Popular inaugurado el 25 de mayo de 2003.
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