Por José Antonio Gómez Di Vincenzo
El calor, la Luna llena, la presión atmosférica, la
humedad. Todo puede ser tomado como condicionante de la locura. Por estas
pampas, los fines de año se viven a mil. Siempre a mil. Se consume, se gasta,
se produce, se desgasta uno más del acostumbrado en otras épocas.
Semana tras semana, novedades respecto a la Ley
Nacional de Servicios Audiovisuales reconfiguran el mapa de significados y
obligan a quienes pretenden adjudicarse el rol de intérpretes de la realidad a
tejer nuevos argumentos o reciclar los mismo de siempre.
Este escriba, siguiendo una vieja tesis esbozada por
el cabezón barbado de Tréveris, un tal Marx, cree que más que interpretar de lo
que se trata es de transformar la realidad.
Por eso, por más fogueado en las lides académicas que esté, intentará aquí
correrse a un lado del cacareo puritano de los politólogos obsesionados por el
rigor y la erudición y sin citar casi trazar sólo algunas líneas que orienten
la práctica y la reflexión. Y todo sabiendo que con esto sólo no se cambia
nada.
Emprendamos nuestro recorrido desde un punto bien alejado
del fundamento político, pero equidistante a la exploración filosófica.
Penetremos desde el principio en lo más hondo del sentido común manteniendo
sólo la actitud crítica e interpeladora. Y que el intelectual acartonado huya a
buscar explicaciones a otro lugar. Lo que se pretende aquí es poner entre
paréntesis todo rigor para partir de lo más simple. Es un experimento válido,
creo yo. Y si no, a dar vuelta la página.
Por suerte, desde el 83 hablamos mucho más que antes
de democracia en el barrio. Ahora bien, de qué hablamos cuando hablamos de
democracia, qué significados impregnan los argumentos de nuestros vecinos en el
ágora.
El Diccionario de la Real Academia Española trae dos
acepciones para el término:
Doctrina política favorable a la intervención del
pueblo en el gobierno. Predominio del pueblo en el gobierno político de un
Estado.
Pero si uno pregunta al sujeto carnal que está en la
fila de la verdulería, el tipo o la tipa responde (crea el lector que este
escriba fue e hizo la pregunta) “es el gobierno del pueblo, por el pueblo y
para el pueblo”. El ciudadano interpelado repite como loro, casi seguro sin
saberlo, una frase del viejo Abraham Lincoln, ex presidente de EEUU, el primero
de los republicanos. Penetración cultural, colonización de la consciencia que
le dicen.
Como sea, el término “pueblo” que aparece en la
definición del diccionario y multiplicado por tres en la frase del americano es
el que, al menos, me hace algo de ruido y me obliga a preguntar: ¿Qué se
entiende por pueblo? ¿Quién o quiénes son el pueblo? ¿Cuándo alguien puede
adjudicarse el título de pueblo? ¿En qué condiciones se entra al colectivo
“pueblo”?
Hay un viejo truco característico en la forma de
presentar la realidad para luego fundamentar el orden social y legitimar la
política que es propia del liberal burgués. Todos somos iguales, dicen; todos
los ciudadanos en el mismo plano de igualdad, el pueblo. El pueblo somos todos
los que compartimos una nacionalidad, todos los que tenemos los mismos
derechos, todos los que elegimos a nuestros representantes en las elecciones
democráticas. El pueblo es esa bolsa donde un montón de gatos de diferente
pelaje entra.
Viejo truco, en efecto, porque sabido es que no
somos todos iguales, algunos son más iguales que otros. Los que se reúnen en la
Sociedad Rural o en el Jockey Club son iguales pero diferentes a los que se
juntan a jugar a las cartas en el club social de la vuelta de la esquina. Los
industriales capitalistas son iguales y se agrupan en su Unión Industrial pero
no son tan parecidos a los obreros que se reúnen en asamblea gremial. Algunos
son poseedores de los medios de producción, otros son los iguales que lo único
que tienen es su fuerza de trabajo para venderla a cambio del salario.
Bien, esa igualdad legal que no se traduce en una
igualdad real en la vida concreta regida por las necesidades y la economía es
la que actúa como máscara para el truco burgués corporativo. Todos los votos
valen lo mismo, en efecto, pero… ¿Qué pasaría en un contexto en el que el
concepto “pueblo” comienza a llenarse de nuevos significados, distintos
sentidos, ya no empapados por el dogma de la igualdad y la fraternidad? ¿Qué
pasaría si el pueblo empieza a alejarse de esa masa de iguales sumisos que las
corporaciones utilizan como carne de cañón? ¿Qué pasa si “pueblo” empieza a ser
el nombre de los sometidos que entran en conflicto con el orden y adquieren un
posicionamiento radicalizado, negador de lo dado?
Perdida la inocencia, el pueblo empieza a llenarse
de lo popular. Envalentonado por una serie de triunfos cobra identidad y cuerpo
como movimiento, después partido y lleva adelante una praxis que pretende se
transformadora. Empieza a tener poder el pueblo. El pueblo ya no es ese todos vacío,
inerte, flácido, descarnado sino una parte de ese todo que niega aquella vieja
totalidad que actúa como máscara para intentar una superación. El pueblo es el
conjunto de los relegados de aquella vieja política y de la hegemonía liberal
primero, neoliberal luego de los 80. Y el pueblo pretende que su sentir, pensar
y pautar la política se totalicen.
Hace muchos años, un tal Hobbes escribía un fabuloso
tratado, el Leviathan. El viejo Hobbes se embarca en un tremendo viaje que va
desde la explicación del funcionamiento del cosmos hasta el fundamento de la
política. Hay una continuidad en la forma de ver la naturaleza y de prescribir
los fundamentos de la ley y soberanía. Para el filósofo inglés, el Leviathan es
el soberano absoluto cuyo poder emana de la voluntad de todos los que delegan
en él dicho poder para evitar que en estado de naturaleza, la lucha de todos
contra todos derive en una batalla campal, inútil para el sostenimiento del
Estado y el beneficio de sus integrantes. En su filosofía de la naturaleza no
había cabida para el vacío. No podía haber nada que impida que las partes se
comuniquen para transmitir las fuerzas que hacían mover la máquina universal. Y
no podía haber vacío en el orden social tampoco. Porque nada podía intervenir
evitando que el poder del soberano llegue hasta las fibras más ínfimas de la
sociedad con sus súbditos.
El esquema hobbesiano no cerraba a los defensores
del orden burgués. Había algo más fuerte que el soberano, algo que cobraba
entidad entre él y los individuos aislados, el mercado, las relaciones
comerciales, la economía. La economía comenzaba a regir los destinos de las
elucubraciones políticas. Eso que quedaba allí, como estorbando la cosa, es lo
que los economistas políticos ingleses llamaron sociedad civil. El soberano no
podía ya no ajustarse a los designios del mercado, el mercado era primero, la
sociedad civil era lo principal, el soberano venía después para arbitrar y
administrar justicia en las relaciones de hecho que se daban entre individuos
comerciantes, hommo economicus. Algo interesante subyace en la forma de
concebir el orden social propio del moderno burgués. Este está dado por las
relaciones que se establecen entre los hombre en el mercado, ya sea para la
compra venta de mercancías como bienes y servicios o la mercancía fuerza de
trabajo. De la necesidad de imponer la fuerza del mercado por sobre la política
al truco de la igualdad, restaba un paso. De allí a que las corporaciones se
instalaran con sus asociaciones y poder económico como las verdaderas fuentes
del poder político, un abrir y cerrar de ojos.
Como quiera que sea la cosa históricamente, lo
cierto es que todo se da de bruces cuando un pueblo deja de ser una masa amorfa
de iguales y comienza a destacarse como la negación de aquella mascarada. Ese
pueblo que comienza a luchar por sus derechos de igualdad en el plano concreto
y ya no virtual, legaliforme de papel, plantea un problema para las
corporaciones. Ese problema se vuelve intrincado cuando, encima, desde las
mismas instituciones funcionales al orden corporativo, gana elecciones tras
constituirse como partido y toma el poder del Estado para tramar una praxis
política acorde a sus intereses. El pueblo ya no se plantea tomar el palacio de
invierno para después ve qué pasa sino que intenta constituirse primero como
pueblo y totalizar los sentidos que le dan forma al mismo tiempo que implementa
una praxis revolucionaria.
La denominada Ley de Medios Audiovisuales se instala
en este devenir como un buen ejemplo de praxis que pretende restar poder a las
corporaciones económico-mediáticas.
Sabido es el peso que tiene en el contexto actual la formación de
opinión y el manejo de la información. Ese poder en manos de las corporaciones
económicas es fundamental para desbalancear las fuerzas producto del avance
popular, para contrarrestar desde los medios concentrados, la praxis de miles
de militantes operando contra hegemónicamente en los capilares más profundos de
la sociedad.
En ese contexto, en esta clave, hay que leer el
proceso judicial y sus idas y vueltas respecto a los incisos problemáticos de
la ley, precisamente los que desmonopolizan. La representación anudada por el
voto en elecciones que hace que desde el pueblo que niega el poder de las
corporaciones porque entiende que le es perjudicial a sus intereses fluyan
sentidos hacia los diputados y senadores electos para la sanción de la ley en
una dialéctica con las estrategias formuladas por sus intelectuales orgánicos
pone en jaque los poderes corporativos.
El manotazo de ahogado del poder económico consiste
en forzar las cosas hasta que no den para más. Hacer que todo se extienda y si
es necesario, llegar a la sin razón. Curiosos escenas de un paisaje jamás
esperado por aquellos que pensaron que habían fundamentado la política de tal
modo que asegure la reproducción de su poder al infinito y un orden social
funcional a sus intereses mezquinos. Los transformadores utilizan las
instituciones sin forzarlas, lo conservadores las fuerzan y desprestigian
haciendo todo tipo de alianzas entre los peor de todos los costados para
mantenerse en la ignominia.
Habrá que ver si frente a la irracionalidad, una
praxis apoyada en las instituciones que juega a torcer el brazo de la historia utilizando
las propias fuerzas legales ideadas por el contrincante pero desde la paz puede
superar la contingencia y consolidarse como la forma de ir hacia una igualdad
real. O si por el contrario, el poder real de lo económico se impone por sobre
la política una vez más haciendo uso de la presión, la seducción y sacando lo
peor de las lacras atornilladas en las viejas corporaciones. O si todo queda en
nada o más de lo mismo al paralizarse la historia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario