Por
José Antonio Gómez Di Vincenzo
Entre
la fauna política local, una destacada pitonisa ve el futuro y pregona
desastres. Fantasmas por todos lados estarían asechando la Argentina con el objeto
de torcerle el brazo a la democracia. Extasiada y embriagada de futurismo
berreta, su mensaje cala todavía en la febril mente de algún resentido, veloz a
la hora de transformar un delirio en una expresión de deseo. Cambio más que
continuidad. Algo tiene que cambiar para que la delirante, sus acólitos y
quienes manejan sus hilos y los de otros tantos personajes voluntariosos a la
hora de defender los intereses de las corporaciones puedan hacer su historia.
Eso que tiene que cambiar es el gobierno que conduce las políticas de Estado.
La
predicción de que la democracia estaría en peligro no hace más que expresar en
forma imaginaria una voluntad concreta, un tipo de accionar destituyente, “que
se vaya la yegua”. Y la verdad es que quienes ponen en peligro el sistema son aquellos
que alimentan mediáticamente, económicamente, simbólica y concretamente, el
discurso de la pitonisa y los títeres, cagatintas y sujetos de poca monta en
esta historia.
La
democracia goza de buena salud, las instituciones funcionan, el gobierno
transforma la realidad con la ley en la mano. Quienes fuerzan, contorsionan,
desplazan contenidos, malversan las instituciones a su antojo son quienes se
paran del lado del poder económico. Y así, todo lo vaporoso se esfuma y deja
ver la realidad de un discurso que apela a la democracia y las instituciones,
al temor de que éstas estén siendo hostigadas por el gobierno para en realidad
mostrar que todo eso que llamamos ley, constitución y democracia puede ser
retorcido a gusto de los intereses corporativos.
Bienvenido
sea. La derecha siempre operó muy bien en el plano simbólico para lograr el
consenso que permite la reproducción del statu
quo. Y sí, es bueno enterarse, decir y saber que la ley no es una
entelequia, que se puede cambiar y que se puede forzar. Pero cambiar y forzar
son cosas distintas.
La
vidente (no es ella sola, por supuesto) presenta a la democracia, la ley, en
definitiva las instituciones, como cosa impoluta, ideas inmutables que rigen
las acciones de los hombres, guían sus procederes, los orientan. Democracia como
idea, lejos de ser concebida como herramienta de transformación. Idea que se
llena con una serie de contenidos formales cuyo origen lejos está del mundo de
lo inmutable e impoluto. Como diría un cabezón barbado de Tréveris, olvida que
somos los hombres quienes hacemos las instituciones.
Habría
que recordar, en efecto, que la democracia como concepto puede subsumir muchos
sistemas o formas de organización social. Que desde su génesis fue un
instrumento de determinados grupos o clase social. Que en todos los casos, hay
quienes son elegidos para mandar y quienes tienen que obedecer. Pero de cómo
hacer eso, de cómo elegir, a quién elegir, quiénes son los que tienen que
mandar, cómo hacer que los que tienen que obedecer acepten de buen grado el
lugar que le toca, cuánto vale una elección, por cuánto tiempo, etc. son
cuestiones complejas que deben resolverse aún después de entronizar el
concepto. ¿Cómo? Con la constitución, con las instituciones, con la democracia
misma, pero fundamental y realmente con la praxis política.
¿Qué
pasa cuando un gobierno elegido legal y legítimamente con el sustento de un
amplio porcentaje de la población busca transformar las cosas y es puesto
contra las cuerdas por una minoría cuyo poder no surge del voto sino de su
capacidad para operar en lo simbólico (gracias al manejo de los medios) y
materialmente (gracias al poder que aporta el capital)?
Pues
bien, lo que pasa es que unos pocos logran imponer su voluntad a la de muchos,
logran que muchos tengan que ceder frente a sus designios, lo que pasa es que
la democracia se aleja de la realidad y se cristaliza como una cosa que deja de
funcionar como herramienta para el cambio transformándose en un ídolo rígido
inmutable. Si no se nutre de cambio, la democracia muere como instrumento para
la política de igualdad.
Hay
que hacer de la democracia una cosa viva. Vivificarla con contenidos que sean
funcionales a los intereses populares, a los designios de las mayorías del
pueblo. Y eso implica hacer transformaciones en la letra de la constitución o
de la ley o de las instituciones que puedan jugar a favor de las
transformaciones estructurales.
En
definitiva, hablamos aquí de poder. El poder del pueblo y la política o el de
las corporaciones monopólicas. De cómo se construye el poder, en qué terreno,
el de la economía o el de la política, con dinero o con praxis política.
El
pueblo puede elegir cambiar la constitución, la ley, ampliar la representación
de sus intereses en a la justicia, desnaturalizar esa supuesta neutralidad que
sabemos juega como un eslogan para ocultar su funcionalidad al poder económico
e instalar una forma de elección de cargos diferente que transparente las
cosas. La lucha del pueblo no es una lucha contra las ideas sino contra poderes
anclados en sólidos pilares económicos.
Se
pueden hacer muchas cosas. Pero es desde la política con los pies en el barro
de la historia que se cambia la cosa. El verdadero fantasma que acecha no sólo
a la Argentina sino también a Venezuela y otros países latinoamericanos es el
espectro de una democracia boba, impotente, funcional al poder económico e incapaz
de servir a los hombres, verdaderos hacedores de las instituciones y no sus
esclavos.
La
democracia boba sirvió en muchos casos para sostener los intereses de quienes
se encuentran lejos de las voluntades populares. Esos para quienes cualquier
cambio constitucional es una aberración pero están siempre dispuestos a forzar
las instituciones con el margen de maniobra que da el capital para hacer de la
justicia por ejemplo justicia cautelar, para hacer del representante de todos,
títere de algunos, para hacer en definitiva de la democracia y la constitución,
un mito de papel en el cual hasta se podían defecar para entronizar un gobierno
de facto.
Este
escriba sabe que muchas cosas quedan en el tintero, sólo quiere insistir en un
punto más. No puede haber justicia si unos pocos imponen su voluntad a muchos.
La democracia puede ser una idea, puede ser un instrumento. Como tal también
puede ser útil a los intereses de unos pocos. El desafío es hacerla funcional a
los de los trabajadores y el pueblo.
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