Por José Antonio Gómez Di Vincenzo
Parece
lejos, parece no haber pasado…
Los
temas se apilan, las cosas pasan. Esta cuestión, este desafío de llenar todos
los domingos por la mañana al menos una página con opiniones, argumentos y cada
tanto, alguna que otra idea interesante, no puede dejar de lado el retome de
algunas cuestiones ya muy pretéritas. Y aunque por obra y gracia del destino,
ese devenido bufón dominguero al que alguna vez llamamos periodista haya logrado
estar en el tapete toda una semana por el daño causado el domingo pasado por la
noche, este cronista siente la necesidad de traerlo nuevamente a escena y hacer
alguna evaluación. Lanata lo merece.
Parece
lejos, pero alguna vez irrumpió como un referente del progresismo en la escena
periodística. Eran los noventa, cuando posicionarse en ese lugar desde un
contrapunto con el poder neoliberal era un juego de niños. En el colectivo
había progres y progres. Los críticos, los que se cargan en su humanidad la
obligación de llevar adelante una praxis transformadora junto con los que se
suben al colectivo por la ventana y, digámoslo de una vez, aprovechan la
volada. Ser progre puede ser un estilo de vida, como comer sushi, como asegurar
tener un amigo chino para darse tono de defender las culturas foráneas; pero
también, como dejar la salud y morir por una idea.
Nuestro
personaje representó, en su momento, la ola de denuncias contra la corrupción
que se había hecho carne en el modelo neoliberal del menemato. Investigador
persistente, encontró letra en la pútrida política del momento. Su aporte a la
política transformadora y crítica pasaba por allí. Era como pescar en un
estanque y con poquita agua. Corrupción por todas partes, chocolate por la
noticia.
Ahora
bien, en la época de la negación de la política, el periodismo lanatiano
carecía también de densidad. Hagamos memoria. Jamás nuestro juglar se
caracterizó por hacer análisis profundos, emplear argumentos y categorías
conceptuales potentes, ni por elaborar tesis que transcendieran el show
mediático. En la era de las puestas en escena y los espejitos de colores, el
príncipe riojano tenía su contracara televisiva. Rodeado de tipos idóneos,
Lanata podía hacer su circo y darle algún sentido.
Hoy,
Lanata queda fuera de foco. Viene cuesta abajo en lo que hace a la seriedad y
credibilidad, aspectos casi tan importantes como el aire que se respira, si de
periodismo se trata. Parece no haber pasado que en un momento, el sujeto era un
referente para honorables hombres de prensa. En la época de la política densa,
profunda, donde se juegan intereses importantes, el antes representante del
progresismo enarbola las banderas de los poderosos y descalifica a los
luchadores sociales.
Las
peripecias ideológicas de nuestro nuevo saltimbanqui mediático descolocan a
aquellos que en su momento lo creían un tipo con valores férreos. Como decía
aquél gran comediante, al que nuestro bufón por supuesto no le llega ni a los
talones, “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”.
Lanata
ya no es solo un atleta del slalom ideológico. Es un tipo que perdió su
identidad. Cuesta abajo en la rodada, sus ilusiones pasadas ya no se pueden
arrancar. Y el hombre se hizo añicos frente al personaje caricaturesco. Y hoy por hoy… ¿Quién puede asegurar que el
Lanata de los noventa era real? ¿Quién puede sostener que decía la verdad? Si
la esencia del sujeto es la mentira y la búsqueda de protagonismo a cualquier
precio, ¿cómo saber si este papanatas de hoy no fue el papanatas de siempre?
Los
antiguos juzgaban importante mantener la palabra. La palabra como una
herramienta primordial a la hora de dedicarse a esta honorable profesión de
cronista. Todavía más, si uno se posiciona en el lugar del intelectual
orgánico. La palabra por sí sola no basta. Tiene que ser densa, palabra que
crea nuevos mundos, que transforma la realidad. Como un abracadabra sostenido
por una toma de posición basada en valores y un compromiso con la praxis.
Para
algunos protagonistas de la realidad, que todavía desde humanitarios
sentimientos quieren rescatar al hombre detrás del payaso, en las horas de
soledad Lanata canta aquellos versos que dicen: Sueño con el pasado que añoro, el
tiempo viejo que lloro y que nunca volverá.
Otros,
menos sensibles, lo recatan como un pelotudo mentiroso al que ya no vale la
pena seguir, ni dedicarle un párrafo.
Este
cronista cree que, a pesar de todo, el hombre que perdió su rostro detrás de la
máscara merece ser tenido en cuenta. Por el daño que hizo, por el que puede
seguir haciendo, desde una tribuna en la cual se defienden intereses
corporativos contrarios al de las clases populares.
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