Derechos, pensamiento y acción
Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos producida en la Asamblea General de las Naciones Unidas de diciembre de 1948, hasta nuestros días, la cuestión de los derechos humanos ha provocado un sinnúmero de debates teóricos. Mucha tinta ha corrido para señalar su naturaleza, su fundamentación y una serie de problemas vinculados con la distancia que existe entre la loable, y la mayoría de las veces, también escolástica intensión de garantizar tales derechos, junto a la escasa capacidad concreta por lograr su cumplimiento de parte de los Estados, unida a las sistemáticas y recurrentes violaciones en las que suelen caer los principales defensores de los valores occidentales.
El aparente agotamiento de la discusión, junto al, en buena hora, consolidado éxito de las políticas tendientes a la defensa de los derechos humanos y el juicio y castigo a quienes los violaron sistemáticamente en la dictadura, logrados a partir del 2003 en nuestro país, podría hacernos pensar que nada nuevo puede decirse sobre el tema y lo que es peor, nada novedoso puede hacerse, más que repetir ciertas estrategias consolidadas y reconocidas como efectivas, para sancionar las violaciones de los derechos humanos, para honrar la memoria de quienes dieron sus vidas por las causas populares y evitar futuros desastres.
Sin embargo, el éxito actual en la lucha contra la opresión y la violencia de los 70 no necesariamente garantiza la desarticulación de ciertas prácticas llevadas a cabo por acción y hoy, básicamente, por omisión, por parte del Estado o bien fundamentadas teóricamente, tanto por un enemigo agazapado que busca borrar el pasado y legitimar prácticas violatorias en el contexto actual, como por actores que ni siquiera se dan cuenta cómo al pedir por la concreción de ciertas políticas, estarían clamando, en consonancia, la violación de ciertos derechos humanos.
En efecto, que tengamos sendas declaraciones de derechos no está posibilitando neutralizar aquellas prácticas en las que, y aquí tenemos el motivo central para continuar la discusión, el Estado por omisión no hace cumplir los derechos humanos. La ritualización de las prácticas y su naturalización tal vez sean los principales enemigos a combatir para quienes se saben defensores de las causas populares y de los derechos del hombre. Y que muchos actores clamen por la violación de los derechos (por ejemplo, al pedir por la pena de muerte) es funcional a que otros aprovechen ese tipo de prácticas incorporadas a la acción como mecanismo para replicar sus fines a nivel macro político. Vamos al punto.
Los violaría por acción al generar actividades que van en contra de los derechos de sus habitantes. Un ejemplo es el terrorismo de Estado que impuso el último gobierno de facto en nuestro país. Pero también, lo son las prácticas autoritarias que se encuentran presentes en el accionar y en la organización de las fuerzas de seguridad que son responsabilidad de los gobiernos democráticos –maltratos en comisarías, torturas seguidas de muerte o no, detenciones arbitrarias y muertes por gatillo fácil-. Y no los estaría respetando cuando actúa por omisión, cuando por falta acción del Estado, los ciudadanos ven afectados sus derechos. Por ejemplo, cuando el Estado no establece políticas educativas tendientes a eliminar las desigualdades en el acceso, permanencia y egreso de los sectores populares al sistema educativo, dejando “librada” la responsabilidad de educarse a las condiciones sociales de cada sector de la población.
Derechos humanos y política
Desde esta perspectiva, los actos del 24 de marzo adquieren un nuevo sentido. Además de instalarse en todo el país como un espacio temporal para reflexionar sobre los hechos malditos llevados a cabo por la dictadura y honrar a quienes lucharon por una sociedad justa, siendo torturados y asesinados, actúa como disparador para la reflexión y la realización de ejercicios simbólicos tendientes a reorientar las prácticas; acciones que no debieran agotarse o languidecer en la perennidad de los eventos sino potenciarse para así, como la gota que horada la piedra, construir nuevas subjetividades capaces de luchar para que se concrete a nivel material, la igualdad que se postula desde el marco legal.
Porque las conquistas populares se construyen en la totalidad de las relaciones sociales, en la producción material y en la producción de significados, en la organización macro-estructural, en los hábitos subjetivos y en las prácticas interpersonales de todos los días. Y la lucha por hacer efectivo el cumplimiento de los derechos humanos por parte del Estado es precisamente esta, la del día a día, una de las principales batallas a dar en las trincheras para alcanzar una sociedad igualitaria.
La distancia espacial pero también, y sobre todo, la temporal hacen añicos los hechos salvo, claro está, que el ejercicio de la memoria permita reinstalar los temas una y otra vez, hacer que lo que ya fue se reactualice en el presente. La memoria impide que pueda mirarse para otro lado, hacer como que la cosa está lejos y por tanto, alegar, como Rastignac, que se desconoce la cuestión y en consecuencia, no puede hacerse responsable por los hechos. El personaje de la novela borra a los chinos de la historia, los borra del mapa como aquel genocida borraba a los desaparecidos haciendo pantomimas mientras se lo entrevistaba en las cadenas de televisión internacional. El supuesto que subyace aquí es que no conocer es igual a no existir. La memoria neutraliza esa displicencia, moviliza, interpela, y en el mejor de los casos compromete.
Existe, hay que decirlo, una distancia entre el recuerdo y la memoria. En lo que aquí respecta, más que de recordar, de lo que se trata es de conmemorar, hacer memoria con el compañero o el conciudadano, reactualizar para reflexionar, multiplicando los alcances de la crítica, no sólo para condenar lo que pasó, el terrorismo de Estado, sino también, para pensar en lo que nos pasa, el incumplimiento de ciertos derechos por omisión, el porqué de tales infracciones, para transformar lo que se suele dar por hecho, lo dado.
Seguramente, muchos de lectores no hayan vivido o sufrido el terrorismo, algunos ni habían nacido. Otros, a lo mejor, estaban lejos de los campos de exterminio, algunos, tal vez, no pudieron ver. Nada de lo que podamos hacer o decir se compara con las terribles experiencias de quienes vivieron y sufrieron los hechos. No obstante, y aunque los sucesos del 70 estén tan lejos de nosotros como los chinos de las naranjas de Rastignac, no resignamos la tarea de hacer de esta aberrante historia, una herramienta de trasformación de la realidad actual. Y para hacerlo, entre muchas otras cuestiones, contamos con la potencia de los actos simbólicos, esos que por su supremacía material y contundencia hacen más que mil palabras y recuerdos. Porque el tema de la memoria y el castigo a las violaciones de los derechos humanos además de ser motivo de lucha es una herramienta simbólica, para promover la lucha social por hacer efectivos todos los derechos.
En efecto, este tipo de materialización de las políticas en la militancia actúa también como mediador entre la teoría y la práctica evitando que los derechos humanos sean algo así como una especie de sustancia vaporosa sino objeto de lucha permanente. Mal que nos pese a quienes trabajamos con el conocimiento, no son ni la filosofía política ni la ciencia política las que producen los cambios sino las militancias y las prácticas concretas. La política es praxis, y dentro de este marco general, la lucha por los derechos humanos es praxis también. Se hace en el día a día y se hace no sólo con la ayuda de la ley sino también, cambiando subjetividades y las condiciones materiales.
Si podemos desnaturalizar ciertas prácticas actuando políticamente a nivel micro social y apelando a la potencia simbólica de los hechos, tendremos, sin duda, una prueba irrefutable de lo que pueden producir nuevas subjetividades cuando nos proponemos trabajar sin temor a ir más allá de lo que se considera posible. Y así será factible producir, dentro de los límites de la reproducción de la vida cotidiana, una comprensión cabal de lo que traba la liberación de las personas y las sociedades, de cómo para muchos los derechos humanos pueden ser sólo una frase vacía, una teoría vaporosa, que encubre o es funcional a la dominación.
Así los derechos humanos cobran fuerza como herramienta de transformación en la praxis política para quienes continúan con tenacidad y entrega su labor de subvertir lo existente, construir nuevas posibilidades a futuro y ayudar a hacerlo realidad. Y de este modo estaremos haciendo honor a quienes fueron perseguidos por haber luchado y creído que era posible un mundo mejor, a los militantes que nos dejaron un legado riquísimo de ideas y valores.
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