Maximiliano Basilio Cladakis
Diego dio vuelta la página y expiró la
última pitada que le quedaba al cigarrillo. El mozo dejó sobre su mesa el café,
él dijo un “gracias” y sonrió como autómata, sin siquiera levantar la mirada
del libro. Los condenados de la tierra
se desplegaba, salvaje e hipnóticamente, frente a él. Cada frase de ese texto maldito lo devorada, se incrustaba en su
espíritu como una epifanía subversiva que daba cuenta de la verdad de un mundo
desgarrado por la irreductible oposición entre opresores y oprimidos, verdad
oculta y ocultada en pos de la constitución de un mundo liviano, superfluo, banal,
de un mundo inauténtico donde cada
existencia se elegía de modo también inauténtico.
No era la primera vez que lo leía. Había caído en sus manos de
adolescente. Lo encontró de manera casual en una tienda de libros usados,
pensando, por un momento, que se trataba de una novela de terror. Desde
entonces, la lectura y relectura de la obra era una de las constantes más
específicas de su vida y, siempre, descubría algo nuevo en ella, volviéndole
inteligible no sólo la guerra de Argelia, sino su propia época histórica,
incluso, le hacía más comprensible la historia humana en general.
Bebió un sorbo del café y miró a través de la ventana del bar. Sus
pensamientos cavilaban en torno a frases sobre las que permanentemente volvía y
reinterpretaba. Era algo que se había
vuelto una tradición para él, sobre todo en momentos de crisis, se trate de
crisis personales, políticas, o de la conjunción de ambas, que era el modo en que sus crisis solían
acontecer con mayor frecuencia, en lo que él solía llamar sus “periodos negros”.
Sin lugar a dudas, este era uno de esos periodos. Una angustia, por momentos profunda, por
momentos ligera, pero constantemente presente, lo envolvía física y
espiritualmente. El mundo, tanto en su horizonte personal como en su horizonte colectivo,
había cambiado y sentía que no tenía, ni podía tener, lugar en él.
Mientras se abstraía en una serie de reflexiones circulares, infinitas, sintió una mano apoyándose sobre su
hombro, desde atrás. Dio vuelta la
cabeza y se encontró frente a un rostro sonriente que le resultaba
absolutamente desconocido. Unos ojos claros lo miraban con alegría mientras una
boca grande, rodeada por unas mejillas amplías y rollizas, mostraba unos
dientes blancos, perfectos. El hombre, de una edad indiscernible, lo saludó
afectuosamente. Diego fingió reconocerlo y le devolvió el saludo.
El desconocido se sentó en su mesa. Comenzó a hablarle. Al principio le
dijo lo sorprendido que estaba de haberlo vuelto a encontrar luego de tantos
años y que le asombraba el hecho de que su aspecto no había cambiado lo más mínimo en comparación con el recuerdo
que tenía de él. A partir de ello, Diego reconoció que se trataba de un antiguo
compañero del secundario. Se llamaba Marcelo y hubo una época, no muy duradera,
en la que ambos escuchaban la misma música y que, debido a ello, hablaban con
cierta asiduidad. Incluso, habían ido
juntos a dos o tres recitales. Sin
embargo, Diego nunca lo había considerado su amigo ni nada por el estilo; por
el contrario, de adolescente, a pesar de ciertos gustos comunes, lo consideraba
demasiado normal. Sentado frente a
él, el ahora reconocido Marcelo hablaba
sobre su vida. Le contó que había estudiado
abogacía unos años pero que no llegó a terminar la carrera, que estaba casado, que
tenía dos hijos, que trabajaba como administrativo en una empresa de seguros
española donde le pagaban muy bien, que había
cambiado el auto este año y muchas otras cosas sobre las que Diego no podía
retener la atención. Cuando Marcelo hacía alguna pregunta sobre él, Diego
daba alguna respuesta muy general, casi evasiva, pero no por el hecho de no
querer dar a conocer detalles, sino por el hecho más simple de no saber
siquiera que contestar. Para él, en todos estos años, no había cambiado nada al
mismo tiempo que había cambiado todo, lo que hacía imposible enclaustrar una
vida al simple formato de una respuesta breve, específica, de una duración
acorde a lo esperado. Su antiguo compañero de secundario, igualmente, seguía
hablándole. Le dijo, entre otras cosas, lo
que había sido de la vida de algunos otros estudiantes de su curso con los
que seguía manteniendo cierto contacto y
que Diego no recordaba en lo más mínimo.
El mozo volvió a la mesa y le preguntó a Marcelo si quería pedir algo. Este le respondió con una negativa y le dijo a Diego que debía de irse
puesto que había bajado del auto a cargar crédito para el celular en un kiosco
que se encontraba al lado del bar y que, al verlo desde fuera, no pudo evitar
entrar a saludarlo. Se pasaron los números de teléfono y, tras ello, Marcelo
partió sonriente. Dos veces giró para
saludarlo y las dos veces Diego sonrió e inclinó la cabeza de manera algo
forzada.
Cuando Marcelo desapareció de
su vista, Diego encendió un cigarrillo y continuó releyendo Los condenados de la tierra. Sus pensamientos volvieron a discurrir sobre los mismos senderos en que lo hacían desde hacía muchos años.
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