Maximiliano Basilio Cladakis
El filósofo Walter Benjamin decía que la
lucha por el presente es, también, una lucha por el pasado. La frase puede
invertirse: la lucha por el pasado es, también, una lucha por el presente. La
historia, pues, se encuentra constituida por núcleos agonales, por conflictos,
por visiones del mundo contrapuestas. En cada uno de esos núcleos se pone en
juego, igualitariamente, el presente, el pasado y el futuro. La historia se
decide en un complejo entramado de disputas donde las tres dimensiones
temporales se configuran como una totalidad y no como una mera sucesión
cronológica en la que cada elemento puede ser considerado de manera aislada el
uno del otro.
A días de la conmemoración por los cuarenta
años del golpe cívico-militar que dio inicio a la dictadura más sangrienta que
vejó a nuestro país, la disputa se hace extremadamente patente, es
cotidianidad, es carne. En verdad, siempre ha sido así. El 24 de marzo nos
coloca, en tanto fecha conmemorativa, frente a nosotros mismos como herederos y
hacedores de la historia argentina. Sin embargo, los giros, los cambios, reabren la conmemoración sobre
un horizonte distinto al de los últimos años, casi podría decirse que se trata
de un horizonte epocal radicalmente opuesto.
No se trata de hablar con eufemismos. La
inminente llegada al gobierno de un partido de ultraderecha como lo es la
Alianza Cambiemos significa repensar el 24 de marzo de 1976 desde un suelo, desde una perspectiva
diferente a la que se venía haciendo durante los últimos doce años. La
correlación “pasado-presente” hace imposible no pensar en un “retorno”.
Obviamente no se trata de banalizar el inicio del genocidio comparándolo con el
nuevo gobierno. La elección que definió que Mauricio Macri sea el presidente de
todos los argentinos fue por medios absolutamente democráticos, tampoco hay
centros clandestinos de detención, no hay una sistematización política de
desapariciones, ni se cerró o clausuró el Congreso. Hacer esta aclaración es fundamental.
La tragedia no se debe confundir con la farsa.
Sin embargo, en la farsa emergen gestos,
símbolos, lenguajes, acciones que nos retrotraen ineludiblemente a la tragedia.
Ejemplos sobran: despidos masivos, represión, censura velada (a veces no tan
velada), presos políticos, demonización de posiciones políticas e ideológicas,
transferencia de ingresos de los sectores más vulnerables de la población a los
sectores concentrados de la riqueza. También están las frases, como las del
Ministro de Cultura porteño Darío Loperfido y su negación de los treinta mil
desaparecidos. Todo esto, sin lugar a dudas, dice mucho.
El golpe de Estado de 1976 fue llevado a
cabo por un bloque económico-político para imponer un sistema socio-cultural
determinado. El proyecto político representado por Cambiemos es una
reconstitución de dicho bloque y de su objetivo de instauración sistémica. La
dictadura hablaba de “reorganización”, el actual gobierno de “normalización”.
Si bien se trata de palabras muy distintas, el plexo semántico en el que se
articulan, desde el discurso reorganizador-normalizador, las vuelve
prácticamente sinónimos: se trata de imponer “orden” en el país, es decir, se
trata de imponer un orden social determinado, de reconfigurar la Argentina a
partir de los intereses de las clases dominantes nacionales y transnacionales.
La Carta Abierta a las Juntas Militares de Rodolfo Walsh expresa claramente las
finalidades económicas del golpe como así también predice sus consecuencias,
predicción que la historia nos ha demostrada como totalmente acertadas. La
eliminación de retenciones, el ignominoso pago a los fondos buitres, la
disolución de miles de puestos de trabajo, el inicio de un nuevo ciclo de
endeudamiento externo, la liberación de las importaciones y la consecuente
destrucción de la economía nacional son señales claras acerca del paralelismo
entre la finalidad del nuevo gobierno y
las de aquel del cual Martinez de Hoz fue uno de sus principales agentes
intelectuales.
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