Maximiliano Basilio Cladakis
En las primeras líneas
del Manifiesto Comunista, Marx arriesga una tesis potente, tajante, pero
no por ello exenta de verdad: la historia de la humanidad es la historia de la
lucha de clases[1]. Para
el pensador alemán, el “motor” de la historia es el conflicto entre dos grupos
humanos claramente diferenciados: por un lado, las clases explotadoras; por
otro, las clases explotadas. En el despliegue histórico cada una de ellas
emerge a través de distintas encarnaciones. En la antigüedad, los amos y los
esclavos; en el Medioevo, los señores feudales y los siervos de gleba; en la
modernidad capitalista, la burguesía y el proletariado. Cada una es la
encarnación de uno de los polos inherentes
del conflicto originario entre opresores y oprimidos.
Como señala Sartre en La crítica
de la razón dialéctica, esto implica que la humanidad se encuentra
desgarrada[2].
Frente a los optimismos ingenuos, frente a ciertas posiciones que piensan la
humanidad como un jardín de rosas donde los conflictos, sean políticos,
sociales o bélicos, son una anomalía, un accidente, la comprensión agonal de la
historia concibe que la existencia del hombre en el mundo implica el conflicto.
La humanidad no es un todo homogéneo, sino que lo inherente a ella es
encontrarse atravesada por antagonismos y negatividades. Pensar la humanidad
por fuera del conflicto es incurrir en un idealismo abstracto, por fuera de lo
que la humanidad realmente es, por
fuera de la forma en que esta se ha dado en su propio hacerse a sí misma. Porque la historia de la humanidad no es sólo
la historia del progreso, la historia de la humanidad es, también, la historia
de las guerras, masacres y genocidios.
En esta especie de maldición que guarda la historia, el eje central de
conflicto es la opresión. Nicolás Maquiavelo lo dice explícitamente en sus dos
obras principales, El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito
Livio: en la ciudad existen dos humores, el de los poderosos que buscan
oprimir al pueblo y el del pueblo que busca no ser oprimido[3].
Muy probablemente, esta sea la razón por la que su nombre se haya extendido en
el uso cotidiano como adjetivo peyorativo (incluso se le atribuye una frase que
no aparece en ninguna de sus obras “el fin justifica los medios), puesto que
afirmar que el conflicto entre opresores y oprimidos atraviesa todas las
ciudades (Maquiavelo habla de ciudades ya que esta era la organización básica
de la Italia del Renacimiento) es desvelar la existencia de la opresión. Y lo
que niegan siempre los opresores es la
existencia de la opresión.
Cuando hablamos del conflicto “opresores-oprimidos” como núcleo de la
historia, no negamos que haya conflictos internos en cada uno de estos grupos. Por
el contrario, cada uno de ellos es un campo donde habitan antagonismos,
intereses opuestos y contradicciones. Dentro del campo de los opresores, como
así también dentro del campo de los oprimidos, existen disputas. Sin embargo,
en términos maoístas, se trata de contradicciones secundarias que no niegan el
sentido originario, primero, del conflicto “opresores-oprimidos”. La emergencia
de las tensiones internas en cada campo, bien puede llevar a la derrota de
dicho campo, lo que supone la ausencia de cohesión, de liderazgo y de visión
estratégica. Por ejemplo: las tensiones internas de los revolucionarios de la
Francia del siglo XVIII, habilitaron la posterior Restauración monárquica
(aunque haya sido por un breve lapso de tiempo). De igual modo, también puede ocurrir
que, frente al peligro de la derrota, dichas tensiones sean dejadas de lado
para hacer frente al enemigo principal.
El conflicto “opresores-oprimidos” se presenta como el núcleo central
que desgarra a la humanidad. No es nuestra intención establecer una hipótesis
acerca de las razones por las cuales emerge este fenómeno. Se trata de un
hecho, de un factum que constituye la
experiencia humana desde su origen. No tratamos de explicar esto por medio de
causas metafísicas, teológicas o materiales, sino de describir y pensar este
fenómeno. Tampoco sostenemos que sea un fenómeno que no pueda ser superado o
eliminado, ni que es inherente a una especie de esencia metafísica de la
historia. Por el contrario, con respecto a lo primero, nuestra apuesta es la
superación y eliminación de este conflicto. En cuanto a lo segundo, no partimos
de ninguna metafísica de la historia sino que comprendemos a la historia tal
como ella se ha ido desplegando en tanto
el hombre habita el mundo.
Ahora bien, la superación del
conflicto “opresores-oprimidos” significa la superación y eliminación de la
opresión. El opresor es tal porque oprime a un otro y el oprimido es tal porque
es oprimido por otro. El binomio opresor-oprimido no puede comprenderse sino a
partir de una relación. Es la opresión, como relación que liga a un campo con
el otro, lo que hace que haya opresores y oprimidos. El ser
del opresor está dado por la relación, el ser
del oprimido también. Es por esto que hablamos de una “dialéctica
opresor-oprimido”. No hay un oprimido que sea tal por sí mismo, como tampoco
hay un opresor que sea tal sino lleva a cabo la acción de oprimir. La
dialéctica es el pensamiento de la totalidad, de la totalidad en constante
devenir, en constante transformación. La dialéctica implica pensar más allá de
la fragmentación, no ver sólo hechos aislados, la dialéctica es comprender la
particularidad desde la totalidad, y la totalidad como aquello constituido por
el entrecruzamiento de las relaciones particulares (que nunca son realmente
particulares, sino que siempre se refieren a un tercero). Si hay oprimidos es
porque hay opresores, de la misma manera que si hay pobres es porque hay ricos,
si hay personas que pasan hambre es porque otros se regodean en la abundancia.
Desde la dialéctica, la escasez es el correlato de la abundancia y viceversa.
Sin lugar a dudas, fue Hegel quien pensó con
mayor profundidad y lucidez el modo de esta relación en su obra la Fenomenología
del espíritu. Si bien el filósofo alemán no habla de “opresores” y
oprimidos”, sino que habla de la dialéctica “señor-siervo” (habitualmente
conocida, por medio de Alexandre Kojève, como “dialéctica amo-esclavo”[4]),
su tesis expone con claridad el fenómeno que nos encontramos abordando. Hegel
observa que, en el desarrollo histórico del espíritu, cuando una conciencia se
encuentra con otra comienza una lucha que tiene por finalidad el
reconocimiento. Las conciencias enfrentadas anhelan lo mismo: ser reconocidas
por la otra conciencia como “esencia”. Sin embargo, en este momento del
despliegue histórico de la humanidad, todavía no hay posibilidad de un
reconocimiento recíproco. Por lo tanto, cada conciencia busca ser reconocida
sin reconocer a la otra. Se establece, entonces, una lucha a muerte. En un
momento de esta lucha, una conciencia cede y acepta reconocer sin ser
reconocida. La conciencia vencida se transforma en siervo y la conciencia
vencedora en amo. A partir de allí se establece una relación, en que el siervo
es un medio para la satisfacción del señor. El señor se vuelve lo esencial
mientras que el siervo es inesencial. Sin embargo, el sentido contradictorio
del carácter esencial del señor es que este radica en el reconocimiento que le
brinda el siervo, por lo que, en verdad, su esencia depende del siervo. El
señor se comprende a sí mismo como esencia absoluta, pero su ser señor lo adquiere únicamente de
aquella conciencia vencida. El señor es señor sólo porque el siervo lo reconoce
como tal: la relación señor-siervo es precisamente eso, una relación en la cual
el uno no puede existir sin el otro.
Retomando nuestra terminología: la opresión es la relación a partir de
la cual una figura se presenta como “opresora” y otra como “oprimida”. Bajo el modo de la
opresión, el opresor es la esencia, su existencia se presenta como finalidad absoluta,
el opresor es, tiene ser, densidad, sus necesidades e
intereses se muestran como absolutos. En cambio, el oprimido es un simple
medio, su existencia no tiene más finalidad que la de satisfacer las
necesidades del opresor, el oprimido no tiene esencia propia, en cierta medida
el oprimido no es, y si es sólo lo es como una cosa, como una herramienta, como un útil, no como un
ser humano.
Una de las premisas fundamentales de la teoría ética de Kant es la
siguiente: “obra de tal modo
que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro,
siempre como un fin y nunca solamente como un medio”[5].
La relación de opresión niega la premisa kantiana ya que el oprimido no es más
que un medio. El oprimido es expulsado de la humanidad. Incluso si los
opresores se encargan de satisfacer algunas de sus necesidades básicas se debe
a que lo hacen para mantener con vida a quienes le sirven, es decir, es el
mismo proceso que cuando se encargan de mantener en funcionamiento una máquina
o de dar combustible a un vehículo[6].
Sin embargo, existe una contradicción nodal
en el proceso de deshumanización llevado a cabo por el opresor. La
deshumanización nunca puede realizarse de manera absoluta puesto que ella
significaría la anulación del oprimido en tanto tal. Precisamente, la
contradicción esencial de la opresión es que se basa en la deshumanización del
oprimido pero dicha deshumanización no puede completarse porque, de convertirse
al oprimido en una “cosa”, el oprimido ya no sería un instrumento útil para el
opresor. Este fenómeno es abordado de manera magistral por Franz Fanon en su
obra Los condenados de la tierra y,
también, por Sartre en el prólogo de esta obra, al exponer la situación del
colonialismo francés sobre el pueblo argelino.
El sistema colonial implica la opresión de
los colonos sobre los colonizados. El colono lleva a cabo prácticas físicas,
culturales, económicas y políticas para reducir la humanidad del colonizado.
Sin embargo, algo de esa humanidad debe mantener. El fin de la humanidad del
colonizado implicaría el fin de la opresión, ya que significaría la muerte
física del oprimido o, también, la ausencia de posibilidad de servidumbre, es
decir, se debe preservar algún rastro de deseo o de esperanza para que el
colonizado acepte su situación y sirva a los intereses del colono. Incluso, la
amenaza a seres queridos es preservar un bosquejo de humanidad del oprimido y,
a partir del temor a que esa amenaza se cumpla, se realice el acto de
servidumbre. En este sentido, la amenaza nutre la esperanza y deseo del
colonizado: esperanza y deseo de que sus seres queridos, volviendo al ejemplo
mencionado, continúen con vida.
En ese bosquejo de humanidad que el
colonialismo debe mantener sobre sus víctimas, radica, al mismo tiempo, la
condición de posibilidad de la existencia misma del colonialismo, pero,
también, su amenaza permanente. Se
trata, como dijimos, de la contradicción esencial de la opresión: aun cuando su
lógica lleve a la deshumanización absoluta del oprimido, dicha lógica no puede realizarse
porque sería la anulación del oprimido y, por tanto, la anulación de la
relación “opresión”, significaría la anulación del propio opresor. Es por eso
que, para pervivir, la opresión necesita fácticamente un reconocimiento mínimo
de la humanidad del oprimido. Y en ese resquicio de humanidad, se encuentra la
posibilidad siempre latente de su propia existinción.
Conservar algo de la humanidad del oprimido
es conservar la posibilidad de que este se rebele, de que la lucha a muerte
enunciada por Hegel vuelva a entablarse. En el caso de Argelia, Sartre y Fanon
lo ven con claridad. La situación de degradación y terror perpetrada sobre los
nativos, engendra en estos una personalidad neurótica que tiene por
consecuencia estallidos de violencia terribles. Lo humano que aún pervive en
ellos se rebela contra la situación de opresión; sin embargo, en un principio,
esa violencia no está dirigida hacia los opresores, sino hacia los otros
oprimidos. “Esta furia contenida, al no estallar, gira sobre sí y destroza a
los mismos oprimidos”[7]. Sartre señala las guerras
tribales dadas en Argelia como válvulas de escape; los argelinos luchan entre
sí al no sentirse en la posibilidad de enfrentar al verdadero opresor.
Sartre y Fanon coinciden en el hecho de
considerar que el oprimido sólo encuentra una forma de curar esta neurosis:
dirigir esa furia hacia el opresor. La única manera en que el colonizado, en
tanto prevalezca el sistema colonial, puede recobrar su humanidad es
enfrentándose a quien lo oprime. Hay una frase de Sartre muy fuerte: “(…)
terminar con un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a un mismo
tiempo un opresor y un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre (…)”[8].
Las palabras de Sartre pueden parecer
duras. Sin embargo, el pensador francés no está haciendo una apología de la
violencia, sino describiendo la lógica inmanente del sistema colonial. En este
sentido, es la opresión la que genera violencia: tanto la violencia del opresor
sobre el oprimido como la reacción del oprimido sobre el opresor. La superación
de la violencia, pues, sólo puede ser llevada a cabo en tanto se elimine la
relación de opresión. Mientras se continúe perpetuando la opresión, la
violencia se ejerce a diario, sea de manera física, política o económica. La
reconciliación del hombre con el hombre es una de las premisas fundamentales
del marxismo, pero, a diferencia de otras formas de ver el mundo, el marxismo
tiene plena conciencia de que sólo erradicando las relaciones de opresión dicha
reconciliación será una verdad efectiva y no un mero discurso vacío o una
simple fábula.
[1]
Cfr., Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto Comunista, México, Centro de
Estudios Socialistas Krl Marx, 2011, p. 30.
[2] Cfr.,
Sartre, Jean Paul, Critique de la raison
dialectique. Tome II (inachevé). L´intgelligilibite de l. Historie,
Gallimard, París, Barcelona ,2005, P12
[3]
Cfr. Maquiavelo, Nicolás, El príncipe, p. 49, Colihue, Buenos
Aires, 2009.
[4]
Alexandre Kojève fue quien introdujo el pensamiento de Hegel en Francia y dio
una gran importancia al capítulo IV de la Fenomenología
del Espíritu la llamada “dialéctica del amo y del esclavo”.
[5]
Kant, Immanuel, Metafisica de las
costumbres, Madrid, Tecnos, 1999, p. 429.
[6]
En este punto vale la pena destacar la noción empleada por Marx de ejercito
industrial de reserva”. Con ella, Marx se refiere al hecho de que si la
burguesía cubre, por medio del salario, las necesidades mínimas del obrero y de
su familia lo hace con la finalidad de disponer de una “reserva” de futuros
obreros que generen la plusvalía de la que
él o sus hijos se apropiarán.
[7] Jean-Paul Sartre, Colonialismo
y neocolonialismo, Losada, Buenos Aires, 1968, P. 119.
[8] Ibíd.
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