Maximiliano Basilio Cladakis
El círculo se cierra. Roma triunfó, nosotros fuimos vencidos. Yo,
Espartaco, muero sobre un campo inundado de cadáveres. En unos instantes, me
transformaré en uno más de ellos. “Pasto de aves, presa de perros” como dice el
poeta griego. Sin embargo, él hablaba de unas “incontables almas valerosas de
héroes… y ¿quiénes son los héroes aquí? ¿Cuales de los cuerpos que se pudren
bajo los insoportables rayos del sol pertenecían a almas de héroes? ¿Los de
ellos? ¿Los de nosotros?
“Ellos” y “nosotros”, quizá la oposición nunca fue tan radical. El poema
sobre la Guerra de Ilión podía elogiar a ambos bandos, a griegos y troyanos, ya
que, en última instancia, se trataba de amos en los dos casos. Héctor y Aquiles
eran enemigos mortales, pero compartían los mismos valores, los mismos códigos,
la misma condición de “nobles”. Algún filósofo tal vez diga que el noble sólo
puede tener como enemigo a un noble. Es una mentira. El verdadero enemigo del
noble es el esclavo que rompe sus cadenas. Lo otro son simples rencillas, casi
domésticas.
En nuestro caso, nadie cantará loas a ambas partes. El heroísmo recaerá
sobre unos o sobre otros, jamás sobre ambos. No hay justos puntos medios ni
tampoco grises; es una oposición absoluta. Roma es la opresión, nosotros fuimos
la liberación, o, al menos, intentamos serlo. “Intentamos”, porque fuimos
derrotados. Los romanos triunfaron y con ellos triunfó, una vez más, el yugo,
el látigo, la servidumbre. Con su triunfo, Roma logró que todo vuelva a la
normalidad. Es decir, a los saqueos, a las torturas, al perverso deleite de ver
hombres morir bajo las fauces de leones hambrientos, a las violaciones de niños
y de mujeres, a las humillaciones hacia todo aquel que no comparta su rol de
“dueños del mundo”.
De seguro, festejarán este triunfo con banquetes, con orgías y con
alguna que otra ejecución. Los sobrevivientes de esta batalla serán recibidos
con honores y se mofarán de nosotros. Nos mencionarán como “bestias”, como
“salvajes”, como “bárbaros” y nos negarán todo vestigio de humanidad, de la
misma forma que lo hacían cuando éramos sus esclavos. Porque esa es la verdad
de Roma y de toda nación que se funde en la esclavitud, negar la humanidad del
otro. Cada opresor se hace hombre volviendo al oprimido un monstruo,
transformándolo en casi una bestia. Las grandes obras de Roma, sus templos, sus
acueductos, su estúpido senado, su literatura tienen como fundamento la sangre
de millones. Cada uno de sus edificios representa el horror, el sufrimiento, la
muerte, la vejación de incontables mujeres y hombres.
Nosotros nos enfrentamos a Roma, nos enfrentamos a esa bestia gigantesca
cuyos tentáculos se expanden por el mundo entero succionando la carne, los
huesos y las almas de los pueblos. Proveníamos de la nada, desclasados de
distintas naciones, siendo la escoria de la escoria. No éramos nada, salvo
juguetes para su diversión. Nuestra sangre se vertía sobre la arena para
sacarlos, por unos instantes, de su soporífero tedio.
Sin embargo, decidimos hacernos
hombres, recobrar nuestra humanidad y, por ello, nos enfrentamos a nuestros
opresores. Por un momento, casi llegamos a torcer el mandato de los dioses,
pues, según los amos, son los dioses quienes dictaminan que ellos sean amos y
el resto esclavos. Al enfrentarnos a Roma, por lo tanto, nos enfrentamos a los
dioses y, durante un tiempo, llegamos a hacer temblar los cimientos de la
autoproclamada Ciudad Eterna. Roma tuvo miedo. Más de una vez, estuvimos a
punto de tomar el Cielo por asalto, de volver finito lo infinito. Sin embargo,
las disputas internas, la falta de cohesión, los errores, la lucha de
liderazgos, sin menoscabar, por supuesto, la supremacía bélica de nuestros
enemigos, se conjugaron para que fuéramos derrotados. Dimos una batalla más que
digna y, junto a nuestros cadáveres, se encuentran, ahora, muchos cuerpos
destrozados de romanos. Su sangre y la nuestra se entremezclan sobre la tierra
estéril que fue el campo de batalla. El sol cae, igual de lánguido e
indiferente, sobre la carne muerte de ambos bandos.
Con nuestra derrota se acaba un ciclo, eso es indudable. Sin embargo, en
este instante, tengo la esperanza de que tal vez comience otro ciclo; o,
probablemente, se trate de un mismo ciclo que se va haciendo en distintos
momentos. La Revolución quizá no sea un sueño eterno, sino una elección
perpetua que se despliega a través de los siglos, de los milenios, de eones que
trascienden la mismísima vida de los dioses.
Mientras exhalo mi alma veo un
astro pequeño, rojizo, de cinco puntas, brillar tenuemente a la izquierda del
sol. No sé porqué me despido del mundo con algo de paz.
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