Maximiliano Basilio Cladakis
Palabras
preliminares
En El
miedo a la libertad, Erich Fromm expone la manera en que, durante la modernidad
capitalista, se constituyen nuevas
formas de represión que, a diferencia de las modalidades tradicionales (donde
los mecanismos de represión eran esencialmente externos a los sujetos), ejercen
su dominio por medio de la introyección de valores, creencias e
ideologías desplegados por fuerzas que, en apariencia, sobrepasan a las de la subjetividad
particular.
En una dialéctica que articula lo
subjetivo y lo objetivo, la conciencia se aliena en un yo inauténtico que da
por sentadas las “verdades” impuestas por la necesidad de autoreproducción del
capitalismo. En dicho proceso, la libertad queda reducida a un mero formalismo
abstracto: se hace lo que se debe
hacer, se piensa lo que se debe
pensar, se dice lo que se debe decir.
En esta nueva red represiva, el miedo juega un rol fundamental. Sin embargo, se
trata de un miedo que no se agota en el miedo a la pena externa, no se trata de
temer solamente el castigo físico, aquello que, en términos de Gramsci,
llamaríamos “poder coercitivo del Estado”, sino que aparece un nuevo miedo que
es el miedo a la libertad autentica, y al abandono y desamparo a la que ella
puede arrojar al hombre moderno.
El
capitalismo y la liberación de las cadenas externas
Erich
Fromm señala que la consolidación del capitalismo liberal como sistema
hegemónico dentro del mundo occidental significó el punto culmine del proceso
iniciado por la Reforma Protestante en el siglo XVI. La Reforma, tanto en su
versión calvinista como luterana, representó, en el ámbito teológico, la
liberación del individuo de las fuerzas externas a él mismo. Entre el individuo
y Dios, pues, ya no había mediación, por lo que la figura de la autoridad
mediadora quedaba deslegitimada.
Con esto, la conciencia particular adquiría un nuevo nivel de autonomía,
el cual, por medio de la Revolución Industrial y de la Revolución Francesa, se
realizaría de manera totalizadora. En este sentido, la modernidad, iniciada por
el protestantismo y llevada a su akmé
por el capitalismo, podría ser leída como el proceso de liberación de la
conciencia de toda fuerza exógena.
Sin embargo, Erich Fromm advierte
que esta lectura no sólo es superficial, sino que es un instrumento de
ocultamiento de las nuevas formas de represión surgidas desde el seno mismo de
la modernidad capitalista. Sin negar la importancia del rol llevado a cabo por
el capitalismo en la liberación del hombre, Fromm señala que, en su despliegue,
el capitalismo generó formas de sometimiento más sutiles y complejas que las de
épocas pasadas. Fromm advierte que, paradójicamente, al mismo tiempo que el
hombre se liberaba de los principios de autoridad externos, es decir, a medida
que se hacía más libre, quedaba, igualmente, más aislado, en mayor soledad:
“(…) si bien todo esto fue uno de los efectos que el capitalismo ejerció sobre
la libertad en desarrollo, también se produjo una consecuencia inversa al hacer
al individuo más sólo y aislado, y al inspirarle un sentimiento de
insignificancia e impotencia”[1].
Si el protestantismo implicó la liberación del individuo del yugo de las
autoridades eclesiásticas, lo dejó solo, indefenso, frente a Dios. De la misma
manera, al liberarse de las instituciones medievales, el individuo quedó solo
frente a una fuerza sobrehumana similar a la de Dios: el mercado. Precisamente,
sobre ese estado de aislamiento, de soledad, de impotencia, el capitalismo
generaría sus propias formas de represión.
Dominación
y falsa libertad
La liberación con
respecto a las fuerzas externas al
individuo tuvo como contrapartida un creciente sentimiento de abandono y
desamparo. Erich Fromm indica que las obras de Kafka, Kierkeergard y Heidegger
son manifestaciones de ese estado propio del hombre moderno. Justamente, sobre
ese estado, sobre ese temple anímico, el capitalismo consolidará su compleja
trama de dominación a partir de un proceso de interiorización de valores
esenciales para su pervivencia y reproducción. Frente al abandono, frente al
desamparo, fruto de la liberación de los antiguos yugos, el hombre surgido en los
últimos siglos, introyectará las cadenas para su sumisión, eligiéndose a sí
mismo como no libre. La astucia de la estrategia del capitalismo industrial
moderno consiste en el hecho de que el hombre se hará siervo creyendo que se
hace libre. La libertad es, pues, uno de los estandartes fundamentales del
capitalismo liberal.
Sin embargo, se trata, según Erich Fromm, de una libertad abstracta, de
una falsa libertad. La sociedad industrial moderna articula una serie de
mecanismos ideológicos que el individuo hace suyos, anulando así su propia voz.
Se impone un discurso único, que parte de la comprensión de la sociedad como un
conjunto inorgánico de compradores y vendedores, donde el término “libertad” es
el eje de toda acción. Sin embrago, dicha “libertad” atenta contra la
“libertad” del hombre, ya que se trata de una libertad limitada al ámbito del
mercado, cuya finalidad es satisfacer las necesidades de la producción y no las
verdaderas necesidades de los consumidores.
En
el capitalismo, la actividad económica, el éxito, las ganancias materiales, se
vuelven fines en sí mismos. El destino del hombre se transforma en el de
contribuir al crecimiento económico, a la acumulación de capital, no ya para
lograr la propia felicidad o salvación, sino como un fin último. El hombre se
convierte en un engranaje de la vasta máquina
económica – un engranaje importante si posee mucho capital,
insignificante si carece de él- pero en
todos los casos continúa siendo un engranaje destinado a servir a propósitos exteriores[2]
Como señala Marcuse en El hombre unidimensional, las sociedades
industriales avanzadas anulan toda oposición y llevan al sujeto a un estado de
alienación superior al padecido en los siglos pasados. Si en el periodo de
Marx, el sujeto alienado padecía el desagarro al que era sometida su humanidad,
debido al predominio de la forma-mercancía como forma hegemónica que atravesaba
todas dimensiones de la existencia humana, en el periodo actual el sujeto
considera que realiza su humanidad en dicho dominio. Felicidad ilusoria,
apariencia de libertad, falsa conciencia, son fenómenos propios de las
sociedades de la modernidad avanzada.
En este punto, cabe destacar que Erich Fromm y Marcuse comparten la
comprensión clásica de la libertad como autonomía. Dicha autonomía es,
precisamente, lo que resulta anulado por el capitalismo. Eric Fromm señala, a
modo de ejemplo, que las libertades civiles, grandes conquistas de las
revoluciones burguesas, son vaciadas de contenido y pierden su valor originario
ya que este radica en el hecho de que cada conciencia sea portadora de
criterios propios, auténticos, originales. Por ello, el derecho de decir lo que
se piensa, por ejemplo, pierde valor si lo que se piensa es tan sólo la
reproducción de lo dicho por el establishment.
En términos de Heidegger, se trata del imperio del “uno”, del “se”, es decir,
de la existencia inauténtica.
El
desamparo como condena
Las nuevas formas de
dominación implican nuevas formas de represión, las cuales tienen como correlato
nuevas formas de penalización para quienes trasgredan las normas. Por un lado,
aunque con mayor sutileza, la penalización coercitiva, como señalan autores tan
disímiles como Nietzsche, Gramsci y Foucault, continúan vigentes, por medio del
poder jurídico-penal. Por otro lado, otra forma de penalización, es la de la
exclusión económica: quien no se subordine a las exigencias del mercado será
excluido de este y, por lo tanto, se derrumbará en el abismo de la indigencia.
La tercera forma de penalización, que es en la que centra Erich Fromm, se
establece a partir de la segregación con respecto al sentido común: es decir, asumir
la propia identidad y reconocerse como libre, en una forma de libertad
auténtica y no en la que impone el mercado, implica el riesgo de la soledad y
del desamparo. “Halla (el hombre moderno) una nueva y frágil seguridad a expensas del sacrificio de de la integridad
de su yo individual. Prefiere perder el
yo porque no puede soportar su soledad. Así, su libertad –como libertad de – conduce
a nuevas cadenas”[3].
El capitalismo moderno hace que el hombre deponga su libertad en pos de
la seguridad que ofrece el hecho de compartir las nuevas cadenas sociales. Se
trata de una forma de dominación que se da en el ámbito de la subjetividad. En
la enajenación de la propia libertad, la conciencia se siente segura y
protegida, ya no relegada a su propia responsabilidad, al factum de hacerse a sí
misma. En términos de Sartre, la conciencia se elige en el modo de la “mala fe”
para no padecer la angustia de la libertad absoluta y de su correlato: la
responsabilidad absoluta.
Esta última es, sin lugar a dudas, la más sutil de las penas, ya que se
instala en lo más profundo de la subjetividad.
La alienación otorga seguridad, un sentido al mundo y a la existencia
que se corresponde con las exigencias de reproducción del capital. Intentar
salir de este molde oficial significa afrontar el mayor de los terrores: ser
libre de manera auténtica.
Palabras
finales
La sociedad capitalista moderna impone nuevas
formas de dominación en donde se articula la dimensión objetiva y la dimensión
subjetiva. La liberación de las fuerzas exógenas tradicionales dio paso a
nuevas formas de dominación que, no dejando de lado el ámbito coercitivo,
subyugaron al individuo en su propia subjetividad. A partir de lo pensado por
Erich Fromm, cabe destacar que la
posibilidad de una libertad auténtica consiste en una transformación
subjetiva-objetiva de la realidad. Si la dominación moderna se extiende al
ámbito de la subjetividad y a una forma de alienación en donde la conciencia
depone su autonomía en pos de las exigencias del capital, la libertad auténtica
es una tarea que incluye, no sólo la transformación de las condiciones
materiales de existencia, sino de la propia subjetividad. Hay una relación
dialéctica entre subjetividad y objetividad, una dimensión es el correlato de
la otra. Por lo tanto, la transformación de la realidad, proyectada hacia una
libertad autentica, implica, necesariamente, una reconfiguración tanto de
nosotros mismos como de lo externo a nosotros. Lo interior y lo exterior, pues,
se articulan dialécticamente. Y toda transformación, y toda reforma, como
sostiene Gramsci, es, no sólo económica, sino también política, intelectual y
moral.
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