Maximiliano
Cladakis
Bestias, ese es el único epíteto que
merecen. Bestias salvajes. Bestias fascistas. Bestias asesinas. Cincuenta
bestias linchando a un adolescente de dieciocho años: apoteosis de la
conjunción miserable del miedo y la brutalidad. Cobardes y brutales, victimas
imaginarias de la “inseguridad”, victimarios reales de un asesinato vil,
ignominioso. Aquellas bestias representan la expresión más cabal del
maniqueísmo fascista que subyace en el sentido común imperante. Por un lado, están
ellos, los “decentes”, los hombres de bien, los que justifican su existencia a
partir de sus supuestos méritos y logros personales. Por otro lado, están los
“otros”, lo innombrables: “delincuentes”, “drogadictos”, “villeros”, “negros”,
la encarnación del Mal. Ellos son el Bien, los “otros” son el Mal. Y entre el
Bien y el Mal no hay mediación. Todo se devela en sus palabras, en sus gestos,
en su temeroso cruzarse de vereda cuando ven a uno de los “otros” andar en
dirección contraria, en la búsqueda de complicidad en las filas de un banco o
en el asiento de un taxi, en sus frases que, por momentos, son susurros, por
momentos, irrupciones de cólera incontenibles. Frases en donde el temor y el
ansia de sangre se entrecruzan en una amalgama en las cuales se vislumbra el
verdadero rostro de la “decencia”. Padres de familia, buenos vecinos, mujeres
de “su casa”, jóvenes que trabajan y
estudian. Simpáticos, amables,
“honestos”: máscaras detrás de las cuales habita la bestialidad. Una
bestialidad legitimada por los medios de comunicación, por una tradición educativa forjada a sangre y fuego en la
irreductible oposición “civilización-barbarie”, por una comprensión de El matadero como una de las cumbres
culturales de nuestra historia, por un sistema jurídico que coloca la propiedad
privada por encima de la vida. Y en esa legitimación se eligen a sí mismos.
Pues, si bien son penetrados por un discurso que los antecede, que los “forma”,
ellos son responsables, ellos se eligen en ese discurso. Y no se trata de un
discurso que se agota en palabras. Por el contrario: es un discurso que se hace
carne, que convierte un cuerpo joven en un manojo de sangre y huesos rotos
bajo pies decentes y civilizados, que
transforma la vida en muerte en un carnaval orgiástico, donde cada asesino se
afirma en su civilidad y decencia. Eso es la civilización, eso es la decencia:
bestialidad que se afirma al linchar al otro. Eso son los civilizados y
decentes: asesinos, en acto o en potencia, que se realizan tanto en la compra
de un nuevo celular, como en el asesinato de aquel que no es su “igual”.
Precisamente, en eso radica el secreto abominable de su existencia, pues su
consumismo desenfrenado sólo se justifica negando al otro, sea gestual,
discursiva o prácticamente. Y esa negación conlleva, de una manera u
otra, siempre, a la muerte del otro, se afirma a sí misma en ella, depende,
ineludiblemente, de ella. En cada hombre “decente”, habita, pues, la
posibilidad de un asesino. El linchamiento de la semana pasada es una
manifestación nefasta de ello.
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