Maximiliano
Cladakis
Cada año, el advenimiento de aquella fecha
nefasta que supuso el inicio de la máxima expresión del Horror en nuestra
historia nos interpela a sumergirnos en los profundos e intrincados laberintos
de la memoria. Una memoria que se despliega hacia ese abismo cuya fecha
conmemorativa, desde hace ocho años, se presenta marcada en rojo en los
calendarios argentinos, ese abismo que fue la encarnadura de lo innominable,
que fue el origen de la realización de lo que, tal vez, muchos pensasen como
irrealizable en estas lejanas tierras del Sur. El 24 de marzo de 1976, en la
Argentina, se inició, pues, un genocidio. Genocidio: palabra fuerte, desgarradora,
que resquebraja los cimientos mismos de la condición humana, que hace tambalear
toda fe (sea religiosa o política, teísta o humanista), que hace parecer más
real lo inhumano que lo humano, más aún,
que hace parecer que lo inhumano es lo más propio del ser humano, que lo
propio del ser humano es negarse como tal, arrojarse a sí mismo a una
bestialidad que sólo es posible en él, que esa bestialidad sin límites es una
creación pura y exclusivamente suya, es decir, nuestra.
Cuando la memoria se retrotrae a ese momento
supremo del Horror, del Mal (un Mal que, si bien se coloca con mayúsculas, no
es de carácter teológico, sino, por el contrario, se trata de un Mal absoluta y
terriblemente antropológico), se enfrenta a lo inconmensurable. Ese
retrotraerse de la memoria, pues, no es una simple enumeración o compilación de
fechas y sucesos, ni tampoco un mero acto reflexivo. Implica estas dos cosas,
pero las excede. El despliegue de la memoria hacia el 24de marzo de 1976 significa
hundirse carnalmente en aquel foso sin fondo que permanece siempre allí, no
sólo en nuestro pasado, sino también en nuestro presente y en nuestro futuro,
como huella indeleble que signa nuestras existencias. El genocidio está ahí,
está acá, nos constituye, tanto a quienes lo vivieron, como a quienes nacimos
durante él, como, también, a quienes vinieron al mundo después de él. El
Infierno, un Infierno más real que todo cielo y que todo paraíso, existe y se
encuentra presente en nosotros como maldición irredimible. Cada conmemoración
del 24 de marzo nos arroja nuevamente a
él.
Conmemorar el 24 de marzo, por lo tanto, es
hundirnos, extraviarnos, caer en el nihilismo más absoluto. Sin embargo,
conmemorar el 24 de marzo también es comprometernos, elegir y elegirnos, tomar
posición. La Dictadura, el Genocidio, el Infierno, nos constituyen como
sujetos, tanto en el plano individual como colectivo, y esa constitución nos
interpela en lo más hondo de nosotros mismos. El acontecimiento del Mal, su
realidad efectiva, su apoteosis definitiva emergiendo en las entrañas mismas de
nuestra historia, nos colocan frente a nosotros mismos. El Infierno es un
espejo en donde nuestros rostros se reflejan. Y sobre ese reflejo, decidimos
quienes somos. El Genocidio es el acontecimiento absoluto y sobre él nos elegimos
de manera también absoluta. La memoria nos hace patente que el origen no es
ningún Paraíso Perdido, el origen es, por el contrario, la negación de la vida,
la negación de la humanidad. El origen son las torturas, las violaciones, los
adolescentes arrojados desde las alturas, los asesinatos, la apropiación de
recién nacidos. Ese es nuestro origen, eso nos revela la memoria al volcarnos
hacia el 24 de marzo. Un origen permanente que se extiende sobre nuestra
historicidad, en cada suceso, en cada uno de nuestros actos.
La memoria, entonces, nos coloca sobre una
elección absoluta, radical: o bien perpetuamos el origen, o bien estamos contra
él. Esa es la elección fundamental, eso nos hace quienes somos. La memoria se
vuelve praxis, se torna acción. En nuestra elección fundamental, definimos el
mundo, al mismo tiempo que nos definimos a nosotros mismos. Nuestros actos se
circunscriben en una historia signada por un genocidio, y, por lo tanto, cada
palabra, cada gesto, cada elección particular, carga sobre sí su peso. No hay cuestión más definitoria, no hay
tampoco espacios para los grises, ya que el Genocidio no es gris, como tampoco el Infierno lo es.
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