Maximiliano Basilio Cladakis
La racionalidad histórica, a diferencia de la racionalidad
científico-matemática, encierra, en sí misma, una lógica profunda en donde lo
necesario se entrecruza con lo contingente, y lo contingente con lo necesario.
Desde una posición reduccionista (que luego se tornaría hegemónica en la
filosofía marxista durante gran parte del siglo XX), Federico Engels decía que,
de no haber existido Napoleón, la historia lo hubiera creado. Se trata de una
reducción de la historia al modelo de la física newtoniana, donde se
hipostasian los fenómenos de la naturaleza al campo de la actividad humana,
haciendo del hombre un ser pasivo, movido por leyes que están más allá de sí
mismo. Se niega su libertad, lo que implica negar su voluntad y, por tanto, se niega,
también, el carácter esencial de la política como construcción humana, como
aquello que define, desde los tiempos de Aristóteles, lo más propio del ser
humano.
En una entrevista dada hace poco,
la Presidenta de la Nación pronunció dos sentencias cuya relevancia
histórico-conceptual es incuestionable, y que se contraponen a todo
reduccionismo. Por un lado, sostuvo que el kirchnerismo es una construcción
colectiva. Por otro, que hay hombres que irrumpen en la historia para inaugurar
una nueva época. Estas dos sentencias son claves para la comprensión del
momento histórico que, tanto nuestro país como la mayoría de los demás pueblos
de América Latina, se encuentran atravesando en los últimos diez años.
Con
respecto a la primera, la comprensión de un movimiento político como una
construcción colectiva significa pensar la política como articulación de una
voluntad que sea más que la mera sumatoria de voluntades individuales. En este
sentido, vale recordar aquello que el pensador italiano Antonio Gramsci (un
marxista que se oponía a los determinismos históricos) sostenía: el principal
objetivo de un partido o grupo que tenga por finalidad la transformación de lo
dado es consolidar una voluntad
nacional-popular, es decir, consolidar una voluntad colectiva. Si la ortodoxia
marxista concebía al proletariado como sujeto histórico por excelencia, Gramsci
va a pensar que el sujeto de la praxis política debe ser el colectivo
nacional-popular. No se trata de un simple cambio de nombres, sino de un cambio
de lógicas a partir del cual se va a repensar toda la dinámica histórica y
política. Lo que subyace a la clasificación realizada por el marxismo ortodoxo
es un esquema mecanicista (esquema que aún hoy es mantenido por grupos
minoritarios que se piensan a sí mismos como sujetos sabedores de las supuestas
“leyes de la historia”), a partir del cual el proletariado, debido a su
posición dentro del modo de producción capitalista, llevaría, en sí mismo, y, a
pesar de sí, la tarea histórica de enterrar al capitalismo. Por el contrario,
el planteo de Gramsci hace hincapié en la articulación de diferentes sectores,
grupos y clases en una gran voluntad colectiva. Desde esta perspectiva, la
diversidad de intereses e identidades debe ser articulada políticamente en una
unidad, donde la acción y lo conceptual se vinculen dialécticamente.
Cabe resaltar que la articulación de una
voluntad colectiva, de una voluntad nacional-popular conlleva, por sí misma, un
factor férreamente “subversivo” para con
el orden de cosas sostenido por el establishment.
El filósofo francés Jean Paul Sartre (otro pensador crítico de los
reduccionismos), en su obra la Crítica de
la razón dialéctica, sistematiza la oposición entre “serie” y “grupo”. La “serie”
es la sumatoria de individuos que no constituyen una unidad sino que,
hallándose “uno al lado del otro”, cada uno permanece en su propia
individualidad como una esfera cerrada en la cual comienza y termina el mundo.
Por el contrario, el “grupo” implica una unidad de individuos que se encuentran
ligados entre sí por lazos de integración y que persiguen un fin común, una
meta compartida.
Precisamente, en nuestro país, la “serialización” ha sido uno de los
instrumentos fundamentales a partir de los cuales el neoliberalismo se instaló
como visión hegemónica del mundo desde 1976 hasta fines de los años ´90. El
Terror, las campañas publicitarias, la propagación del “fin de las ideologías”
y de la “muerte de la historia” como mantras sagrados e irrefutables, la
exacerbación del “yo” como sujeto único de interés, la anulación de la política
a partir de la comprensión de la política como mero instrumento para la
satisfacción de los apetitos singulares, han sido elementos cuya finalidad era
constituir al “hombre serializado”. En efecto, constituir una sociedad de
“individuos”, en la cual cada uno persigue exclusivamente su propio interés, es
la forma en que, en un esquema de relación “radial”, el poder económico-corporativo
buscó, y busca, consolidar su dominación por sobre el resto de la sociedad.
Ahora bien, la constitución de una voluntad
colectiva significa quebrar con la serialización y, por tanto, constituir un
interés colectivo que atraviese y trascienda los intereses exclusivamente
particulares. Del mero “yo” vacío se pasa al “nosotros”, no como anulación de
la individualidad sino como un enriquecimiento de ella. Como sostenía Hegel, se
trata de un “yo” que se reconoce como “nosotros” y de un “nosotros” que se
reconoce como “yo”. En la Argentina, la emergencia del kirchnerismo como
construcción colectiva significó, sin lugar a dudas, la emergencia de esta
voluntad colectiva, de un “nosotros”, que quiebra con las lógicas “serializantes”
impuestas por el neoliberalismo. La recuperación de términos como “Patria”,
“Pueblo”, “Movimiento Nacional y Popular”, son pruebas fehacientes de ello, de
una reconstitución del sentido profundo de la palabra “comunidad”, lo que
significa, ni más ni menos, que la reconstitución y recuperación de la
“política”, en su sentido más originario, más real, más verdadero, como así
también del término “democracia”, por fuera de los estrechos y abstractos
márgenes, en los que esta es reducido por el pensamiento liberal tradicional.
En este aspecto, la política como construcción colectiva cuya finalidad es,
precisamente, el interés colectivo atenta directamente contra los poderes
fácticos y su dominio económico, social y cultural.
Con respecto a la segunda sentencia de la Presidenta, aquella acerca de
los hombres que inician una nueva época, se trata de una proposición que va
hacia las tramas más profundas de la estructura de la propia historia humana.
En El Príncipe, Maquiavelo expone una
dialéctica entre el hombre y la Fortuna (comprendida esta última como Kairós, como momento propicio para la
acción), en la cual afirma que, sin la Fortuna, el genio de los hombres
quedaría sin realizar, pero, al mismo tiempo, sin el genio de los hombres, la
Fortuna no sería más que una oportunidad perdida. Contra Engels, Maquiavelo
diría que, si bien, la Historia abría una posibilidad, sin Napoleón, dicha
posibilidad no hubiera sido más que eso: una posibilidad que quedaría sin
realización.
La llegada de Néstor Kirchner al Gobierno estuvo atravesada por avatares, por azares, por contingencias. No
hace falta mencionarlos explícitamente. Todos los conocemos. En ese momento, Argentina
se encontraba en uno de los fosos más profundos de su historia; el “Infierno”,
tal como decía el propio Néstor Kirchner. En cierta medida, podría decirse que
estaban “dadas” las condiciones “objetivas” para una transformación radical en
la vida de los argentinos. Sin embargo,
sin la aparición de Néstor Kirchner dichas “condiciones”, muy probablemente se
habrían quedado en ese estadio. Como se refirió en el párrafo anterior, la
posibilidad no implica la realización. La historia argentina había llegado al
desastre, un desastre no sólo económico, sino también, y quizás ante todo,
ético, moral y cultural. Un desastre, una crisis de sentido, la percepción de
que la Argentina era un proyecto frustrado, que la Argentina, como se decía en
ese entonces, no era un “país viable”. Néstor Kirchner abrió una nueva etapa en
el devenir histórico de nuestro país. Y esa nueva etapa significó una
reconfiguración omniabarcadora de la Argentina. Del sentido de “ignominia” se
pasó al sentido de “dignidad”: derogación de las ignominiosas leyes de la
impunidad, término de las ignominiosas “relaciónes carnales” con el Imperio,
final de la ignominiosa subordinación de la política a los poderes económicos,
tanto nacionales como internacionales.
Las dos sentencias pronunciadas por la Presidenta se entrecruzan, por
tanto, en un nudo complejo que se hunde en las sinuosas profundidades de
nuestra propia trama histórica. Voluntad colectiva, contingencia histórica, un
líder que movilizó y reconstituyó al Pueblo como sujeto colectivo, tras casi
treinta años de dominación neoliberal, el kirchnerismo representó, representa y
representará un cambio de época, ya que como dijo Rafael Correa “no se trata de
una época de cambios, sino de un cambio de época”. Hay un cambio de época a
nivel global, y, en nuestro país, ese cambio está representado por el
kirchnerismo. Se trata de un cambio que se encuentra signado por la emergencia de una voluntad
colectiva, nacional y popular, que no se subsume a las lógicas inmanentes de la
dominación ejercida por los poderes económico-corporativos.
Sin embargo, esto no significa
que estas lógicas de dominación hayan
desaparecido, ni, mucho menos, que hayan sido derrotadas. Por el contrario,
continúan manteniendo un gran poder y una gran influencia. De lo que se trata,
es que, volviendo a la terminología gramsciana, a su hegemonía se le ha
presentado una contra-hegemonía. Por un lado, los poderes
económico-corporativos; por otro, el kirchnerismo como construcción colectiva
de una voluntad nacional-popular. Esos son los polos en disputa que atraviesan
nuestro país. En esa tensión agonística se debate el destino histórico de la
Argentina. La suerte está echada, como dijo Julio Cesar, sin embargo, no está
escrito el resultado, ya que no hay leyes que determinen a priori el rumbo de la
historia. La historia es praxis, lo que significa que todo depende de lo que
hagamos nosotros, pensándonos como partícipes de un sujeto colectivo nacional y
popular para evitar, así, caer en la serialización que nos llevó a ser presas
de un poder omnívoro y predatorio.
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