Por
José Antonio Gómez Di Vincenzo
¿Y
si el sentido de la vida es un sinsentido? No insinúo que en todo momento, la
vida no tenga ningún sentido. Digo que su sentido, si lo hay, desde el
principio y en gran parte de su transcurso, es el sinsentido. Vida
permanentemente asediada por el sinsentido. No por eso de que el hombre es un
ser que no elige nacer, un ser para la muerte, ser que va para la nada, cuyo
sentido es la nada. Es más que eso pues si bien la nada postmortem es
inexorable, esa nada vista como una finalidad se constituye como, es cierto, un
sentido. Nacemos para, subrayo el “para”, morir, “para” la nada. Y sí… No cabe
en mi pensamiento ningún invento que pueda convertirse en una realidad para
después de la muerte: no hay paraíso ni más allá.
Por
ahora no sé si puedo decir algo distinto o inconmensurable con respecto al punto de vista de cierto
existencialismo. En cierto sentido me abro al pensar y empiezo a rumiar algo
más para reforzar ciertas tomas de posición, a hurgar en los resquicios de la
literatura sobre la vida, buscando también un punto de partida para la
reflexión que procure dejar de lado la inevitabilidad de la muerte para ver si
mientras tanto puede haber algún otro sentido. Algún otro sentido que por
supuesto no tenga un cariz fabuloso, fantástico.
Quiero
apartarme por un momento, y sin dejar de coincidir con dicha mirada, de ese
modo de pensar el sentido como una tendencia hacia un fin inevitable; sentido
en sentido teleológico. Por supuesto también de todo sucedáneo postmortem como
la promesa de un cielo, paraíso o espiritualidad en un mundo etéreo.
Juguemos
por un momento. Vayamos por un carril tangencial. Supongamos que no hay telos,
no hay finalidades. Hay contingencia, azar, irrupciones, hay luchas, combates
en los que aparece el quiebre de lo que aparenta ser tendencial. Uno no planea
cuándo morir si es que el sentido de la vida es ir hacia la nada de la muerte.
La muerte llega con la pura contingencia. Uno puede planearlo todo, puede vivir
pensando que o bien da sentido a su propia existencia o bien se deja penetrar
de un sentido que viene de otro lado, del más allá. Pero no puede planear
cuándo morir si es que quiere vivir. Dejo el caso de los suicidas para otro
momento.
Uno
no puede tener todo listo antes de empezar una lucha. Ninguna estrategia
asegura un triunfo. Ningún plan boxístico asegura el knock out. Aparece el
otro, su plan, su acción. Aparece lo imprevisto, el cambio, la irrupción de lo
nuevo.
En
todo caso me gusta pensar que el sentido es el sinsentido de la pura
contingencia irrumpiendo, quebrando, desarticulando lo tendencial. Que el sentido
sólo puede adquirir su plenitud una vez leído en la huella del tiempo, del
transcurrir de la vida misma, en el “diario del lunes”. Y entonces, ese
itinerario que se construye a partir de la plena contingencia exige, pide,
llama a, la construcción permanente de nuevos y revolucionarios sentidos. Y
reclama también un nuevo actor, el revolucionario, el transformador, el
político, el estratega, el creador. Lo puesto al dogmático, al mecanicista, al
sujeto que surfea, que transita, que transcurre, que se deja llevar.
En
la pura praxis, el sentido de la vida quiere colarse como algo que viene de
afuera. Pero la vida que busca un sentido, que se cree que hay uno prefabricado,
que no se lo inventa y asume lo dado como algo existente que penetra su ser, no
es una vida plena. Asimismo un proyecto que se cristaliza y busca tornarse
dogma para hegemonizar a pesar de lograr su objeto puede morir en la inacción e
incapacidad de transformación. Sólo una vida que no es vivida puede tener un
sentido que viene de afuera. Sólo un proyecto que rehace permanentemente puede
trascender a la petrificación.
Porque
en definitiva, prefiero pensar el sinsentido de la vida – y ya sería el momento
de agregar también: de la historia- o bien como un atractor de sentidos
impuestos desde afuera o bien como una oportunidad para vivir plenamente, construyendo
sentidos; como el hecho de tener que vivir sin pensar que hay un sentido
impuesto antes que la plena contingencia, como algo que obliga como un
imperativo a actuar en la contingencia para convertirnos en verdaderos actores
del drama de la vida. Es la idea de sentido como algo inmutable y trascendente
la que quiero desterrar de mi pensamiento para instalar la del sujeto político,
transformador, que opera en la contingencia para edificar todo el tiempo nuevos
sentidos. Y sus productos pueden adquirir un estatus universal y trascender en
un fase histórica pero siempre sujetos al cambio y renovación. Ninguna ley de
los hombres será eterna e inmutable.
Prefiero
partir del sinsentido, de la contingencia y de la permanente búsqueda y
transformación, de los planes que no están nunca acabados, que siempre cambian
y se acomodan a las contingencias y avatares de la vida misma. Sin esencias
transcendentes, sin arquetipos, sin sustancia ni formas puras, todo devenir y
cambio, lucha y tensión. Con una sola constante, la de reconocernos como los
únicos capaces de decidir en libertad qué hacer, hacia dónde virar para hacer
nuestra libertad y justicia social.
Empecemos
entonces por el sinsentido para asumir que nada ni nadie va a venir a
aportarnos respuestas. Que ningún dios puede salvarnos. Que los ídolos están
petrificados y sus estatuas enmohecidas. Y entonces, seamos creadores de
sentidos, revisionistas y correctores de sentidos. Nada antes, nada después.
Todo vida y transformación. Seamos nuestros propios dioses y demonios.
Porque
sólo hay algo peor que perder espacios y dejar de ser protagonistas de las
transformaciones: volver al pasado o convertirse en aquello que nunca quisimos
ser, aquello que negamos.
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