Maximiliano Basilio Cladakis
Mammon aguarda, en silencio, con los ojos cerrados y las manos apoyadas
sobre las piernas entrecruzadas. Adrian juega con una pequeña cruz entre sus
manos, nervioso. Una elección absoluta que sellará su destino por siempre se
abre ante él como un abismo inhóspito. “Ninguno puede servir a dos señores;
porque aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al
otro”. La sentencia se repite infinitamente en su mente mientras los grises se
desvanecen presentándose como una ficción a la que se recurre únicamente para
justificar pequeños y mezquinos actos cotidianos. Al fin de cuentas, siempre se
trata de “blanco” o “negro”. Adrian no sólo lo sabe, sino que lo vive. Una
profunda sensación de indeterminación recorre cada parte de su cuerpo; cada uno
decide por el blanco o por el negro, sin excusas; el peso de la libertad ahoga
todo intento de justificación. “La
angustia es el vértigo de la libertad”. El futuro, la familia, el
reconocimiento de los otros que se consuman en la supuesta magnificencia de ser alguien; mandatos y promesas de paz
perpetua lo atraviesan en carne y alma. Lo otro es la nada. Sin embargo, esa
nada también lo corroe. La mera gratuidad de existir, del inefable “porque sí”,
la dicha de los desdichados. “Sólo por amor a los desesperados mantenemos aún
la esperanza”. Todo eso también tiene sentido, tanto o más que lo otro. O, quizá,
no haya algo que tenga sentido sino que al elegir y elegirse aparece un sentido
hasta entonces inexistente. La elección genera el culto, no al revés. Dos
cultos, una elección, según la elección un culto existirá y el otro no. “Cada
hombre es responsable de todo ante todos”.
Adrian suspira. Lleva a cabo la orden. Lo hace porque sí, porque elige
hacerlo, porque elige creer en su futuro y en su progreso, ideales casi mesiánicos
que decide transformarlos en una realidad tan maciza como el acero. Aprieta un insignificante
botón y cientos de personas quedan sin trabajo. La cruz cae de su mano y Mammon
abre los ojos sonriendo.
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