Maximiliano Basilio Cladakis
Entro a la catedral. Me persigno. No soy creyente pero igualmente lo hago. Es una
señal de respeto, aunque no tengo en claro hacia qué se dirige ese respeto. No
creo que se trate de Dios, mucho menos de la Iglesia como institución. Quizá se
trate del silencio, de los vitro volviendo sobrenatural la natural luz del sol, de la imagen de Cristo
sobre la cruz que se yergue, sangrante, detrás del púlpito. Quizás se trate de
la comunión de todos estos elementos y de algunos otros que se despliegan más
allá de mi comprensión.
El recinto se encuentra casi vacío. Sólo hay un grupo de tres hombres mayores
que murmuran. Oigo frases sueltas. Hablan como si estuvieran en un bar. “La
mina esa es una puta”, dice uno. “A esos negros hay que meterles bala”, dice el
otro. “Son unos pecho frío, empataron contra esos muertos”, pronuncia el
tercero. Sin embargo, aunque resulte
paradójico, sus habladurías no logran perforar el silencio, sino que, por el
contrario, lo acrecientan aún más. Precisamente, cada cosa, para definirse,
necesita de su contrario. El silencio no sería silencio sin las habladurías y
las habladurías no serían tales sin el silencio. Se definen unos a otros, negándose
y, al mismo tiempo, necesitándose.
Me siento en un banco y continuo pensando en ese hecho que parece
atravesar todas las cosas. Miro la imagen de Cristo y recuerdo a Judas. La
bajeza de Judas hace más gigante la grandeza de Cristo. Lo mismo ocurre al
revés. La grandeza de Cristo hace más ruin la bajeza de Judas. Cristo es Dios
hecho carne, lo absoluto eligiendo hacerse mortal para salvar la humanidad.
Dios se entrega a sí mismo y a su hijo a los horrores del mundo. Se vuelve
carpintero, se rodea de pobres, de leprosos, de prostitutas, muere luego de un
calvario de doce horas. A Judas sólo le interesan un par de monedas de plata.
Cotidianamente, suelo definirme como ateo. Sin
embargo, siempre tuve una fascinación por Cristo, o, mejor dicho, por lo
crístico, ya que lo crístico no se agota en Cristo. Sócrates, Espartaco, Bruno,
el Che son tan encarnaciones de lo crístico como lo es el propio Cristo. Desde
adolescente encontré en ello la verdadera sacralidad, lo realmente trascendente del espíritu. Lo
humano superando lo humano desde y por lo humano, la conquista de sí por el
sacrificio de sí, la finitud logrando la infinitud por medio de la misma
finitud. En esas aparentes contradicciones habita lo sagrado. Es una certeza
que, de seguro, me acompañará hasta el fin de mis días.
En última instancia, yo también
soy un hombre de fe. Y miento cuando digo que no soy creyente.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario