Maximiliano
Cladakis
La ducha caliente había relajado algo sus músculos. El vapor aún fluía
dentro del cuarto de baño mientras con una toalla quitaba la humedad del
espejo. La imagen que le devolvía aquella superficie resbaladiza era el correlato perfecto del
leve dolor que surcaba sus pectorales. Era un dolor dulce, agradable, la
recompensa de un trabajo bien realizado. Ese dolor, que más que dolor se
trataba de un cosquilleo, era su orgullo. Pasó ambas manos por aquellos músculos
trabajados. La sensación era increíble. Tocaba y miraba aquella obra de arte,
libre de todo pensamiento. Ahí estaba él, en esos pectorales grandes, fuertes,
que parecían hechos de acero templado. Tensó los músculos y por un momento
sintió un placer casi orgásmico. El y sus pectorales, siendo uno, siendo lo
mismo. Ninguna otra cosa importaba en el universo. El universo estaba vacío,
sus pectorales eran el universo.
Salió del cuarto de baño, orgulloso de su desnudez. Hubiera querido que
haya alguien para que lo viese en su perfección. Una perfección fruto del
trabajo, de horas, de días, de meses, levantando pesas, sacrificándose en pos
de un ideal que hubiera parecido irrealizable. En su habitación comenzó a
cambiarse. “Por suerte hace calor”, dijo en voz baja. No debía llevar ningún suéter ni pullover,
sólo la remera blanca de cuello en v
que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel y que resaltaba su mayor logro. Volvió
al cuarto de baño. Se peinó. Luego volvió a contemplarse, ahora vestido, frente
al espejo. De nuevo, volvió a quedar cautivado. El tiempo perdió sentido. El
universo volvió a desaparecer. Sin embargo, se le cruzó por un segundo la
imagen de Mariana. Debía ir a buscarla y no quería volver a dejarla esperando.
Antes de salir le envió un mensaje de texto diciéndole que en una media
hora estaría allí. Salió de su departamento. Vio el cielo nocturno tachonado de
estrellas y las luces de la avenida fulgurando intensamente. Había mucha gente
en la calle. Algunos vecinos del edificio lo saludaron al entrar. Él tomó
aire e irguió más el pecho, aunque no le
hiciera falta. Pasaron unas chicas bonitas que le sonrieron. Él les devolvió la
sonrisa. Sus pectorales vibraron. La noche era perfecta. Y él era el dueño de
la noche.
Llegó a la casa de Mariana. No
tuvo que apagar el motor porque ella ya se encontraba esperándolo en la puerta.
Ni bien lo vio fue hacia el auto con pasos cortos y presurosos. Entró al
vehículo y lo besó para luego bajar el espejo interno del auto y corroborar que
el maquillaje no se hubiera corrido. Él la miró de reojo. Estaba esplendida. Llevaba
un vestido corto, suelto en la parte baja y ceñido en la parte alta. El escote
era pronunciado. Sus senos, perfectos, redondos como dos globos oculares, se
mostraban erectos en una actitud de altivez digna de un mandatario del primer
mundo. No llevaba sostén por lo que sus pezones se dejaban entrever sutilmente.
Estaban en el centro de aquellas dos esferas sublimes. Esos pechos, igual que
el suyo, eran perfectos. Pero había una diferencia. El de él era obra de su
propio esfuerzo, los de ellas la simple obra de un cirujano. Ella le debía su
perfección a un tercero, él no. Al pensar en eso, no pudo ni quiso evitar
sentirse superior.
Estacionó a unos metros del pub. La parte glamorosa de Palermo se
mostraba en todo su fatuo esplendor. Ese barrio viejo, reciclado para las
nuevas generaciones de “gente de bien” y de turistas, era un collage donde lo folclórico
de un pasado de tangos y arrabales se entremezclaba con nombres en inglés y
argentinismos exagerados. Él y Mariana amaban ese lugar. Se sentían libres, seguros,
un lugar habitado por iguales. No había pobreza, no había fealdad. Ese lugar
repleto de extranjeros decentes, no de los ilegales provenientes de los países limítrofes,
y de personas que iban a pasar un buen momento era el correlato perfecto de sus
cuerpos y de sus vidas. Todo encajaba. Nada estaba de más.
Entraron al local. Instantáneamente vieron la mesa donde ya estaban Leo,
Andrea, Julián, Fernando, Vanina. Se sentaron junto a ellos entre besos, saludos
y bromas. Una música brasileña sonaba de fondo mientras las pantallas de LCD
mostraban imágenes y videos que nada tenían que ver con esa música. La luz
tenue y azulada daba sobre las fotografías colocadas en las viejas paredes refaccionadas.
Los rostros de Chaplin y de Gardel adquirían una tonalidad que no habían tenido
en más de 70 años. En una esquina James Dean miraba el horizonte sobre una
Harley Davidson mientras un cigarrillo colgaba de su boca.
Las horas pasaban y las cervezas dieron lugar a tragos más complejos y
sutiles. A la mesa se habían agregado algunos amigos que habían llegado más
tarde. Por momentos, los hombres hablaban sólo entre ellos, al igual que las mujeres;
por momentos, la charla se extendía sobre toda la mesa quebrando la diferencia
de géneros. Él se sentía increíblemente bien. Sabía que era el más atractivo de la mesa y Mariana la más bella. Su risa tenía una
tonalidad más limpia, más clara y a la vez más potente que las demás. Cuando
hablaba, el resto hacía silencio y lo escuchaba con atención. Su palabra tenía
una densidad mayor que la de los otros. Cada tanto cambiaba de posición para que los pectorales
salieran nuevamente a relucir. Cuando lo hacía notaba la forma en que las
mujeres lo miraban. Había deseo. Aunque lo trataran de disimular, él lo sabía. Todas
las mujeres en la mesa estaban allí con sus parejas, pero él sabía que deseaban
estar con él. Incluso, unas semanas atrás, Vanina lo había hecho, a pesar de
ser la novia de Julián por más de cuatro años. Julián era su mejor amigo. En un
momento casi había sentido culpa, pero después se recordó a sí mismo que esas
eran cosas que pasaban. Julián, en última instancia, era un hombre afortunado
por tenerlo como amigo, lo mismo que Mariana por tenerlo como novio.
Al salir el sol, el local se fue vaciando lentamente. Él y sus amigos
decidieron irse. Le pagaron al mozo y se levantaron de sus asientos. Algunos
estaban algo ebrios, Fernando incluso había vomitado durante la noche. Él, en
cambio, tenía resistencia al alcohol. Seguía lúcido y erguido. La mañana
despuntaba, los autos se marchaban. Él caminaba delante del grupo, Julián iba
un paso atrás mientras le contaba sobre las posibilidades de un ascenso en la
empresa. Estaban cansados pero contentos de haber pasado una noche perfecta.
Sin embargo, cuando se disponían
a despedirse para que cada uno tomase su camino, un acontecimiento les hizo
sentir que el mundo se desmoronaba. A unos diez metros, un hombre, de edad indiscernible,
caminaba hacia ellos. Iba con la cabeza gacha y encorvado, parecía hablar solo.
Tenía el pelo negro, la piel oscura, al abrir la boca se le notaba que le
faltaban algunos dientes. Iba vestido con harapos. En la mano derecha llevaba
una caja de vino tinto. Su caminar era lento, por momentos rengueaba. Parte de
sus pantalones estaban mojados, seguramente se trataba de orina. Parecía no
tener hombros ni pectorales, sino tan sólo ser una joroba andante.
Ese ser que avanzaba inexorablemente hacia ellos era la negación de
aquella plenitud sin fisuras, sin grietas que había sido la noche. Si bien se
veía que era un ser enclenque y que, debido a su ebriedad, un mero empujón
bastaba para derribarlo, el grupo fue presa del pánico. Todos se echaron hacia
atrás, hombres y mujeres. Él quedó adelante, sólo. Los pectorales se le
volvieron a tensar. Miró a los ojos a ese ser infrahumano que seguía avanzando.
Este no le devolvió la miraba, seguía con la cabeza gacha. Igualmente no
detenía su paso.
El hombre indiscernible se detuvo frente a él. Él sintió la adrenalina
atravesar salvajemente todo su cuerpo. Percibió que los músculos del pecho se
agrandaban como nunca antes lo habían hecho, como si estuvieran a punto de
estallar. El hombre levantó la mano izquierda lentamente, con la palma hacia
arriba, como pidiendo una limosna. Él le lanzó un golpe que concentraba toda la
fuerza de sus pectorales. Su puño se hundió en la cara de ese despojo andante
que inmediatamente cayó al suelo lanzando chorros de sangre por la boca y la
nariz.
Él se mantuvo en su lugar. Miró, por un segundo, a su rival, inconsciente,
tal vez muerto, en el suelo mientras la caja de vino derramaba su contenido y
se mezclaba con la sangre. Luego volvió la vista hacia sus amigos. Ya estaban
tranquilos, calmos. La serenidad y la perfección habían regresado.
Se acercaron a él, despacio, con muestras de
admiración y agradecimiento en los rostros. Mariana se les adelantó, para
abrazarlo y besarlo. Al fin de cuentas, él era su novio y había sido el héroe de
la jornada. Él la tomó por la cintura, deslizo una mano sobre su nalga
izquierda y tensó nuevamente sus pectorales.
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