Ágoraa diario la arena política

realidad en blanco y negro...

Maximiliano Cladakis-Edgardo Bergna editores. Organo de opinión política de Atenea Buenos Aires. Radio Atenea y Agora Buenos Aires

Escriben: Leandro Pena Voogt-

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miércoles, 27 de abril de 2011

Seis meses

opinión. Agora...a diario 27/04/2011



Maximiliano Basilio Cladakis


  Este texto podría comenzar de la siguiente manera: “hace ya seis meses que la muerte nos arrebató a Néstor Kirchner”. También podría hacerlo de esta otra: “hace recién seis meses que la muerte nos arrebató a Néstor Kirchner”. Se trata de frases similares, casi idénticas, el dato temporal objetivo es el mismo en una y otra. Sin embargo, el sentido vivencial no lo es. El “hace ya” explicita la vivencia de un tiempo cuya celeridad nos arrebata, nos despoja de toda certeza, como si se tratase de una fuerza demoníaca que se impone sobre nosotros con una bestialidad despiadada e imbatible. En el caso de la muerte, nos anonada que haya pasado tanto desde que el ausente se encuentra ausente: pareciera que fue ayer cuando escuchábamos su voz, cuando reíamos con él, cuando estrechábamos su mano, cuando su mirada se posaba sobre nosotros. Por el contrario, el “hace recién” se refiere a una laxitud en el paso del tiempo. El tiempo en que el ausente se encontraba entre nosotros se presenta como un tiempo mitológico, como una especie de ensoñación, como una forma de Paraíso Perdido que no tuvo nunca una existencia real. Sabemos que él estuvo con nosotros, pero no lo sentimos así de manera muy clara, viviéndolo como un sueño del que nos arrepentimos de haber despertado una vez, encontrándonos luego imposibilitados de volver a él.

   Tanto en una experiencia como en la otra, el tiempo objetivo se nos revela en desajuste con el tiempo subjetivo, con el tiempo que experimentamos realmente, con el tiempo que es nuestro tiempo. Se trata de experiencias opuestas pero que se entrecruzan. La muerte hace que el tiempo objetivo desde la llegada de la ausencia a veces resulte demasiado largo y a veces demasiado corto. La inminencia de la muerte, por lo tanto, pone en jaque las lógicas objetivistas haciendo estallar la temporalidad cosmológica en mil pedazos. El dolor inefable frente a la pérdida del ser querido quiebra la racionalidad homogeneizadora que reduce el tiempo a una mera sucesión de instantes iguales unos a otros y nos arroja a una dimensión más originaria de la existencia humana, en la cual el tiempo se entrelaza definitivamente con nuestra finitud.

   Hace seis meses, pues, la muerte nos arrebató a Néstor Kirchner. Ya y recién, el dolor, el anonadamiento, la bronca, el deber por continuar un camino, se conjugaron y conjugan en un plano en donde el ayer se vuelca sobre el hoy y el hoy adquiere significado por el mañana. Néstor Kirchner nos interpeló en vida y nos sigue interpelando aún hoy, tras ese instante de ruptura extrema que fue su muerte. Se trata de una interpelación radical  que excede el ámbito de la mera racionalidad política y que atraviesa las dimensiones más profundas de nuestra vida como pueblo. La muerte  de Néstor Kirchner fue un acontecimiento que nos estremeció de manera total, absoluta, no sólo desde la lógica de la “política”, sino también, y sobre todo,  desde el llanto y la desazón que produce toda muerte cuando esta recae sobre un ser querido, es decir, desde dimensiones vitales que sobrepasan aquello que Heidegger denominaba “pensar calculador”.

   Esa experiencia terrible, ese dolor inefable, esa pérdida enorme padecida  por miles de personas destacó la emergencia de un “nosotros”, de un sujeto colectivo que, llorando una misma muerte, manifestó los lazos profundos por los que se encuentra constituido. Se trató de un evento diametralmente opuesto al de ciertas manifestaciones multitudinarias en las que prima la mera sumatoria de intereses individuales. Hay quienes sostienen que el poder del pueblo consiste en el número, sin embargo, para que ese número se convierta en fuerza (como pedía John William Cooke) debe de existir un sentir compartido que implica ser capaces de alegrarnos frente un mismo triunfo como también de llorar una misma pérdida. Eso aconteció con la muerte de Néstor Kirchner. Fuimos un “nosotros”, quebramos las lógicas liberales, lo público y lo privado se entremezclaron, las lágrimas fluían al lado de las pancartas. Era un acto político (¿Cómo no iba a serlo si se trataba de un ex presidente, del marido de la actual Presidenta, del líder indiscutible del “kirchnerismo”, movimiento que por él lleva tal nombre?) pero era más que un acto político. O tal vez no. Tal vez se tratase de la instancia más auténtica de la vida política, aquella que, a diferencia del paradigma liberal, convoca desde todas las dimensiones de la vida y que se fundamenta en el hecho de compartir un mismo ethos, fuente última desde la cual fluye el sentido de la vida humana.

   Precisamente, el escándalo de algunos representantes del establishment frente a las multitudes que, en esas terribles jornadas de octubre, fueron a despedir a su líder (pero también a su amigo, a su compañero, al hombre que les devolvió la fe, la dignidad y la esperanza) puede ser leído a partir del horror que los poderes fácticos sienten frente a un pueblo que se encuentra unido por lazos que trascienden los meros intereses individuales.  Las “bandas hitlerianas” y la  “organización a cargo de Fuerza Bruta” no son otra cosa que la emergencia de los atávicos temores que anidan en el corazón mismo del bloque histórico dominante. Cuando la “gente” se vuelve “Pueblo” se percatan de que corren el riesgo de que se quiebre la lógica de la dominación. Precisamente, uno de los logros más grandes de Néstor Kirchner ha sido ese: transformar a la gente en Pueblo, darnos una unidad no sólo política o ideológica, sino también ética, volviéndonos partícipes de un sentir común y haciéndonos  capaces de abrazar un mismo horizonte simbólico.

  Pues, esa argentina arrasada, humillada, corrompida y deshecha, con la  que Néstor Kirchner se enfrentó el 25 de mayo de 2003, se encontraba atomizada y hundida en una serialidad insoslayable, rotos los lazos íntimos que constituyen una comunidad. El terror de la noche dictatorial, el fracaso del alfonsinismo, el infausto carnaval de degradación de los ´90, nos habían llevado a unos, aceptar lo dado, a creer en que ningún proyecto valía la pena, a recluirnos en nuestro propio “progreso”, a correr carreras solitarias ávidos de  las limosnas que nuestros amos ofrecían a los vencedores; otros,  se mantuvieron resistiendo en la derrota, oponiéndose a ese festival de ignominia, sin bajar las banderas, pero agobiados por la desesperanza, por la impotencia, como si luchásemos contra molinos de viento imposibles de vencer. La Historia había pasado, su fin había llegado y,  lamentablemente, no había traído consigo nada de lo que nosotros habíamos deseado.

    Néstor Kirchner quebró, pues, esa solidificación histórica  a la vez que instituyó una nueva temporalidad, abriendo la posibilidad de extender nuevos horizontes vivenciales. Hubo un acto fundamental: cuando se bajó el cuadro de Videla del Colegio Militar. La recuperación de la memoria y el repudio al genocidio, marcó la apertura de una nueva etapa histórica. La política quebraba con la política tal como esta era comprendida desde el pragmatismo más incruento que rigió los destinos de la Argentina por incontables años. La justicia, las esperanzas, el fin del oprobio, los sueños de una generación diezmada, el dolor de quienes habían perdido a sus seres queridos, se entrecruzaron en una nueva totalidad que restituyó, de a poco, paso a paso, los lazos de una sociedad diezmada.

 Como ya dijimos, no caben dudas de que Néstor Kirchner nos interpeló durante su vida. Lo hizo a partir de discursos pasionales, reivindicativos, en donde se manifestaba el fuego invencible que ardía en su pecho, pero también lo hizo a partir de actos impensables años atrás, actos de nobleza y de valentía inauditos en la política argentina de los últimos tiempos. Palabras y actos nos hicieron sumarnos a un proyecto común, a abrazar banderas colectivas, a abandonar tanto el individualismo solipsista como la lucha en la permanente derrota. Nos convocó en cuerpo y alma, nos convocó de manera total. Y aún hoy lo sigue haciendo ya que el dolor de su pérdida nos interpela a continuar en la lucha por esa Patria Justa, Libre y Soberana por la que él y tantos otros dieron la vida.




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