José Antonio Gómez Di Vincenzo
Cierta quietud opresiva, se apoderó del ambiente, coqueteando con la oscuridad y el vacío sonoro. Lejos o cerca, la ausencia de puntos de referencia hacía imposible una distinción cuantitativa para establecer la distancia, el punto rojo brillaba, titilaba inalterable. En la soledad del cuarto negro y vacío, éramos el testigo luminoso de la perilla de luz y yo, en perfecta sintonía, unidos por una especie de relación sujeto-objeto, una atracción hipnótica, los únicos habitantes de las tinieblas. El encierro, la oscuridad que todo fagocita y una espesa humedad congelada, pintaban el lugar de un modo funesto, opresivo. La nada y yo, flotando de una manera peculiar, sin sentido, desorientados. La noche trae la penumbra y ésta, se transforma en la morada de las ánimas que penan. Proyecciones de la mente atormentada asechan en ese espacio vacío. Flotan expectantes. La sangre se congela, se espesa. El cerebro se inflama. El cuerpo agitado, espera en vano el golpe certero y nada ocurre. Entonces, la razón aflora, y el intelecto se articula. La conclusión es que nada de eso es real, que los fantasmas no existen, y que la oscuridad es tan sólo ausencia de luz. Y así, me convenzo de que, a pesar de haber apagado la lámpara, los objetos siguen allí inmóviles. Nada ha cambiado. Un simple mueble no necesita ser iluminado para existir. Y el espacio que envuelve al testigo luminoso que indica el camino hacia la luz, aquel foquito brillante incrustado en la perilla de encendido en la pared, no se ha modificado. Intento imaginar el amoblamiento, insertando nuevamente cada artículo del mobiliario en su lugar. Por allí el armario, por allá la cómoda, el perchero, el baúl. Cada línea trazada en mi pensamiento se pierde en lo profundo. Es imposible diseñar un mapa fiel a la realidad (para seguir leyendo presione aquí ...)
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