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Maximiliano Cladakis-Edgardo Bergna editores. Organo de opinión política de Atenea Buenos Aires. Radio Atenea y Agora Buenos Aires

Escriben: Leandro Pena Voogt-

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viernes, 30 de abril de 2010

La libertad de expresión y la desemantización de las palabras

opinión. Agora...a diario 30/04/2010




Maximiliano Basilio Cladakis

    Una vez, León Giego, refiriéndose a  la tragedia de Cromañón y a las consiguientes acusaciones recaídas sobre el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad, preguntó “si llamamos “genocida” a Ibarra ¿Qué queda para Videla?”.  La pregunta, obviamente, no buscaba una respuesta, sino plantear la  cuestión sobre las consecuencias políticas y sociales de un fenómeno de gran envergadura, sobre todo en el mundo contemporáneo: la desemantización de las palabras.

   La envergadura del fenómeno radica, pues, en que las palabras, el lenguaje, constituyen la condición de posibilidad de la existencia humana como tal. En Carta al humanismo Heidegger había dicho que el lenguaje era la “casa del ser”. El filósofo alemán sostenía, precisamente, que es en el lenguaje donde la existencia humana se abre a sí misma en su verdadera autenticidad. Por ello, el empobrecimiento del lenguaje, llevado a cabo por la mercantilización y tecnocratización de la vida, podría implicar consecuencias fatales para el hombre.

   Más allá del marco teórico a partir del cual hablaba Heidegger y del sentido estrictamente ontológico de su reflexión, lo cierto es que la vida humana es impensable sin el lenguaje. El lenguaje no solamente nos sirve para comunicarnos con los otros, sino que nuestra vida entera se estructura a partir de él. Nacemos y se nos da una lengua, ella nos otorga un horizonte conceptual, paradigmas de acción, juicios éticos y morales, valoraciones estéticas, modos de concebir el mundo en su totalidad. La lengua no es el “vehiculo” por donde se expresa el pensamiento, sino su condición de posibilidad. Las palabras están ahí, en todas partes, conformando una estructura totalitalizadora que nos penetra y sostiene, que nos da el suelo sobre el cual realizamos nuestra humanidad.

   Es por esto que la apropiación y resignificación de las palabras por parte de los sectores de poder son útiles mecanismos de dominación.  Un bloque histórico logra perpetrar su hegemonía cuando la ideología que legitima sus intereses se  universaliza. En esta universalición ideológica, la expansión de “palabras-conceptos” es fundamental. Hacer hablar al dominado en el lenguaje del dominador; cuando esto se logra, la dominación ya se encuentra consolidada.

    Una estrategia común es vaciar y transformar el sentido de palabras que, incluso, históricamente han sido fundamentales para los movimientos o corrientes contra-hegemónicas. Desemantizar las palabras es una de las formas de apropiarse de ellas. En el caso de lo dicho por León Gieco, está bien claro. Emplear la palabra “genocida” para referirse a Aníbal Ibarra era vaciarla de contenido, cambiar su sentido, borrar de ella toda su carga histórica y política, banalizar la muerte planificada, el Terror perpetrado desde el aparato estatal. Era banalizar a Videla, banalizar el Mal, ponerlo a la altura de un Jefe de Gobierno que, responsable o no de la tragedia de Cromañón, fue electo democráticamente en el marco de un Estado de Derecho.

   Este fenómeno se vio también en los últimos días, donde los ataques lanzados por parte de los oligopolios mediáticos  contra el Gobierno Nacional han ido in crescendo hasta llegar a níveles inauditos de violencia retórica. En una nota editorial publicada unos días atrás, el secretario de redacción de Clarín Osvaldo Pepe habló de “falanges” kirchneristas y grupos “filonazis” que supuestamente han realizado y promovido los llamados escraches a periodistas del monopolio. Llamar “falanges” y “filonazis” a militantes y blogueros, es realizar una parodia de lo imparodiable. Ambas palabras designan el Horror en dos de sus más terribles encarnaciones históricas; y utilizarlas con tal impunidad es una afrenta a la memoria colectiva. Se desemantiza la palabra, se la apropia, se le niega el contenido histórico que posee para las grandes mayorías para así designar con ellas a aquellos que no concuerdan con la praxis de un grupo corporativo.

    En esta columna, el autor suma su voz a los que dicen que se está atacando a la libertad de expresión. Ejemplos de ese ataque serían: el cuestionamiento de la ciudadanía hacia los compromisos políticos de algunos sectores del periodismo, el juicio ético iniciado por las Madres de Palaza de Mayo con respecto al rol que ciertos periodistas han jugado durante la última dictadura, los carteles donde se pregunta si pueden ser realmente independientes quienes trabajan en un multimedios cuya dueña está acusada por la apropiación de hijos de desaparecidos. Si estos hechos son comprendidos como ataques a la “libertad de expresión” significa que el sentido del concepto mismo “libertad de expresión” se disuelve, que lo que se intenta es reconfigurarlo semánticamente para que se convierta en legitimador de los intereses corporativos.

    Dentro del paradigma del Estado Moderno, la “libertad de expresión” es de vital importancia. Se trata, pues, de un derecho inalienable de los ciudadanos por medio del cual se realiza su integración al cuerpo social como un par entre pares. Sólo a partir de ella, puede consolidarse el bien común como realidad efectiva, a través del desarrollo de la razón y la crítica. Justamente, la lucha por la “libertad de expresión” se ha  identificado con las grandes gestas libertarias y democráticas a lo largo de la historia moderna. En nuestro país, su razón aparece asociada con multitud de nombres insignes, que van desde Mariano Moreno hasta Rodolfo Walsh. Las corrientes igualitarias sabían bien que la igualdad, tanto política como social y económica, sólo podría realizarse en tanto se reconociera la voz de todos los hombres como iguales y que ninguna de ellas debía ser acallada por los poderes fácticos de turno, se trate de un gobierno o de un grupo económico.

  Sin embargo, cuando, desde los grandes medios de comunicación, se habla de ataques a la “libertad de expresión” este sentido se pierde. En su lugar queda un hueco donde se comienza a dar una resemantización grotesca. La “libertad de expresión” deja de ser sustento de la vida democrática en tanto derecho fundamental de la ciudadanía, para convertirse en propiedad exclusiva de los periodistas que forman parte de los oligopolios mediáticos. Dichos periodistas, y los grupos  para los que trabajan, se convierten en baluartes intocables para la vida pública. No sólo los gobiernos elegidos democráticamente, sino que la misma ciudadanía se ve imposibilitada de realizar algún tipo de crítica o cuestionamiento hacia ellos. Estos se convierten en algo similar a lo que era la Iglesia en la Edad Media: la voz de Dios, la palabra divina, la Verdad manifestada terrenalmente, aquello que no puede ser cuestionado de forma alguna, pero que, al mismo tiempo, puede cuestionar todo desde su más absoluta sacralidad.

   En algún punto, la lucha social es una lucha por la palabra, por definir un lenguaje. Se trata de la palabra del dominador frente a la del dominado. Es por eso que no debemos permitir que la “libertad de expresión” se escinda de un horizonte fundamentado en la democracia y la igualdad para anclarse como bastión del pensamiento único de las grandes corporaciones mediáticas. La batalla semántica se traduce en la batalla entre un modelo de sociedad más justo y equitativo y un modelo donde unos pocos excluyen a las mayorías de todo, incluso de la misma posibilidad de decirse a sí mismos.



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