Maximiliano Basilio Cladakis
Se mira al espejo. Es perfecta. Sus cabellos,
sus labios, sus ojos, sus pechos; todo se enmarca en una voluptuosa y soberbia
armonía. No hay nada de más, ni nada de menos. Su cuerpo es una obra de arte. Gimnasios
y quirófanos tallaron esa perfección durante años. Alguna vez, quizá, fue una
mujer. Sin embargo esos días quedaron atrás, pues ya hace tiempo que se ha
transfigurado en una deidad. Cuando la ven, los hombres, y también algunas
mujeres, suelen afirmar aquella esencia divina llamándola “diosa”.
“Diosa”, la palabra resuena en su mente y sonríe.
La belleza diviniza y lo divino implica poder. Ella tiene poder, y lo sabe, sus
devotos se lo demuestran día tras día. Además, su poder es absoluto ya que todo
poder se mide por la fuerza del poder que se le resiste, y no hay nada que se
resista a ella. Sin embargo, la carrera hacia la divinización no es fácil. No
toda mujer lo logra, muchas caen en el camino. Eso la hace sentir aún mejor. Es
de las pocas que lo han conseguido, es, por lo tanto, casi única.
Si
bien, a veces piensa que sacrificó mucho en esa carrera, cuando se halla frente
al espejo, lo sacrificado le parece una simple banalidad. El espejo es un émulo
de la mirada de los otros, un instrumento que le permite ver lo que todos,
salvo ella, pueden ver, lo que ella es para los otros: objeto de deseo, objeto
de admiración, objeto de culto. Se extasía, al igual que todos, frente a esa imagen, deseando fundirse con ella,
anhelando que ese ínfimo pero insuperable abismo que las separa deje de existir
de una vez por todas. Por eso mismo, en aquel éxtasis que la invade, habita,
también, el dolor de quien sabe, al menos inconscientemente, que persigue una
quimera imposible.
Ella
no puede pertenecerse a sí misma porque, al fin de cuentas, ella es de los otros, ella son los otros, ella
no es ella.
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