Leandro Pena
Ayer
fui a ver la presentación de un libro. El lugar era cálido y un
tanto oscuro como a mí me gusta. Había también allí música
tranquila. Me senté y abrí el índice del libro que finalmente se
daría a conocer todos los lectores. Uno de los títulos que marcaba
el listado era La ronda. Mientras los autores hacían la
sinopsis del texto me acordé de la pequeña ronda que duerme en mi
frente desde hace tiempo. Son ideas vestidas de muñecas. Las puedo
identificar bien: son mujeres jóvenes, tienen rostros pálidos,
cabellos largos y negros y túnicas blancas. Ellas giran cada tanto
en punta de pies en mi frente. La ronda es lenta. O para un lado o
para el otro. Mi deseo es que se suelten y salgan, sean libres.
Vuelen como mariposas y naden como peces. Sin embargo, no logro que
desaparezcan cada tanto regresan. Suelen aparecer evocando momentos
álgidos.
En
la imagen de la tapa del libro hay cinco mamuschkas. Una mamuschka
es una muñeca en cuya interior hay otras y suelen ser impares y se
encastran unas con otras. Son muñecas que no hacen ronda sino que
esconden otras de modo sucesivo hasta que la última, no esconde
nada. Sin embargo, estaba colorida y sonriente como las otras. De
pequeño me decían que una mujer la tenía que tener en su mesa de
luz como pedido de fecundidad En la portada del texto se ve a las
mamuschkas separadas y una a media separar con otra adentro que
asoma. En el piso, donde están apoyadas, hay como una capa
gelatinosa y amarilla. Bien podía ser un caramelo potente y dulce. O
una cápsula blanda, gelatinosa y partida de Ibuprofeno seiscientos
mg.
Siento
que, las muñecas de la ronda, han sido guardadas en el placard de mi
mente desde mi niñez. Ellas han sido el producto de los avatares de
una casa, donde la violencia y el incordio eran el oxígeno y el
polvo que las habitaba. Grises han sido sus colores. Al recordarlas
me brotan unas lágrimas que no se animan a salir de mis ojos y
siento en mi pecho una extraña liberación.
Van
pasando los años y cuando llega la Navidad siempre tengo el recuerdo
de un famoso carrousell que en la casa de mi madre repetía una
música monótona y unas muñecas aparentemente jóvenes y vestidas
de colores rojo, amarillo, azul, verde y negro se movían en forma
de ronda al compás de la música tradicional de las fiestas. La
Navidad era, en mi niñez, como esas muñecas que siempre sonreían
mientras miraban fijo. Había que sacarlas dogmáticamente una vez al
año para encenderlas y que pregonaran la alegría de un arbolito
verde y colorido de Navidad comprado en un bazar de Barrio Norte cuya
estrella gris y lentejuelas espejadas reemplazaban el pico. La
estrella, comentaban en mi casa, era muy importante porque era el
signo de la esperanza. Todo parecía tan feliz y colorido que hasta
podía pensar que nacía de nuevo y que las rupturas más profundas
eran tocadas por estas muñecas y los reflejos de las lucecitas
navideñas que se encendían y apagaban al sonido del ding dong dang,
ding dong dang, vamos a cantar que este día hay que festejar
susurraba la melodía instrumental que acompañaba el centelleo
multicolor.
¡Feliz
Navidad, nació el salvador! Se escuchaba en las reuniones familiares
apenas avisaban que eran las doce. Allí las muñecas en ronda
repetían la música del carrousell que solí aturdirme cada vez que
nos reuníamos en nochebuena. Tan mágico se volvía todo como los
fuegos artificiales que de niño me gustaba tirar en la casa de mi
abuela. Claro que, pasada la media hora del veinticinco, el cielo se
volvía oscuro de repente. Solo podía ver algunas estrellas que aún
hoy titilan.
Recuerdo
que mi maestra de primer grado se llamaba Graciela. Ella venía con
un guardapolvo azul a tono con el color de sus ojos. Sus zapatos
negros cerrados lucían siempre impecables. Las uñas estaban
pintadas de rojo y sus labios lucían un rouge sobrio pero
bien marcado. Era de tez blanca y unos cabellos lleno de rulos
formaban un rodete. Las mujeres que daban clase, hacia fines de los
setenta, debían tener el cabello recogido.
El
timbre de la formación tocaba a la una de la tarde. Graciela
siempre con su dedo índice señalaba el lugar donde debíamos formar
haciendo fila desde los mas bajos hacia los mas altos. Graciela
repetía diariamente: “Alumnos: a dos baldosas de distancia”
Nosotros mirábamos el mosaico que era de un rombo rojo con fondo
gris en el amplio patio del colegio donde se hacíamos la formación.
Luego decía: “Tomen distancia del hombro de su compañero para
calcular bien”. Al llegar al aula, Graciela estaba parada afuera
del recinto y señalaba con su índice que fila entraba primero. Si
algún alumno se apuraba a entrar o salteaba la columna armada, la
fila salía y volvía a ingresar.
Al
salir del Colegio, a veces, cruzaba de la mano con mi madre la plaza
Colón. Íbamos a su trabajo a buscar algunas curaciones que ella
debía hacer a los pacientes cuando terminaba su labor. Entrábamos
por el pasillo largo del sanatorio y al final había un pequeño
dibujo circular de una mujer delgada y de nariz perfecta y cuyo dedo
índice formaba una cruz con sus labios finos y delgados. Debajo de
su imagen estaba escrito en imprenta negra. “El silencio es
salud”
Los
martes y los viernes viajo al barrio de Núñez a compartir unas
horas de clases con los estudiantes del secundario. Salgo temprano
porque siete y cuarenta y cinco empezamos. Al bajar del quince en
Crisólogo Larralde y Libertador, unas figuras esbeltas con cola de
caballo y calzas negras ajustadas se encuentran haciendo cinta en un
gimnasio. Las veo porque el vidrio es lo que separa la vereda de los
aparatos donde ellas se encuentran.
Este
invierno ví una sola mujer. La observo y parece un maniquí que
mueve sus piernas en la cinta. Sus movimientos son mecánicos y
permanentes. Su mirada rígida a un punto ciego está firme. Su
cuerpo estaba erguido y su transpiración brotaba de su tez. Me
detuve para mirar lo extraño que era un cuerpo humano impávido
sudoroso pero que no pestañaba solo se movía. Me preguntaba en ese
momento si realmente ella estaba respirando. Seguí caminando y por
un instante la sombra de una de mis muñecas apareció en mi frente.
Ayer
comenzó el verano. Es la madrugada del domingo. Faltan unos días
para la noche buena. Tengo el presentimiento que esa mujer, sigue
allí el balancín del movimiento de la cinta del gimnasio, mientras
ve, por los vidrios del club, los autos que pasan por la avenida
Libertador a la altura del Barrio de Núñez.
No
he podido lidiar definitivamente con esa cuestión. Llevo muchos años
preguntándome sobre el origen de las muñecas y resulta tan fácil
responderlo como difícil deshacerme de ellas. Solo puedo escribir y
convertirlas en palabras.
Durante
los años posteriores a mi separación conocí a varias mujeres. Por
unas u otras razones el tono de voz, su rostro, su pelo, su olor, su
mirada me recordaba algunas de las muñecas de la ronda. Me di
cuenta de que me habían enseñado, desde pequeño, que la mujer
era como una de esas muñecas y que había que encontrar. Mujer
fecunda y prolífera amamantando y limpiándole la baba al niño que
termina de mamar la teta transpirada de la acalorada succión. Mujer
arbolito de navidad, siempre alegre, brillante y sonriente. Mujer
educadora y formadora de hábitos; siempre formal. Mujer esbelta con
pechos bien marcados con redondeles curvilíneos, bien alimentada
con vegetales sanos y yogurt cero por ciento en grasa para estirar
la piel en el “gym” quedando todo perfecto.
Muñecas
paradigmas, muñecas que rondan, muñecas que vuelan, muñecas que se
van, muñecas que se esfuman. Como los pájaros de un bosque que se
termina de quemar.
He
vivido tanto tiempo con esas mujeres-muñecas dentro mío que cuando
salen me da miedo de que no vuelvan nunca más. Creo que más allá
de todo ése, ése es mi deseo.
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